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lunes, 30 de junio de 2008

LOS AMANTES ZÁNGANOS

Se acomodaron en el beso como un par de lagartos bárbaros. Desentrelazaron los pernos de la carne, todos sus recovecos ocultos, porque en cada trazo de jugo mezclado aún se amalgamara el olor del otro. Era pronto para amalarse noemas, para sandalear el órbego entre las lombas. Pero cuando año tras año la cosecha reclamaba sus flores, cuando el esplendor de la naturaleza se demoraba aún más en la danza de los velos de la noche, aquellos amantes zánganos alcanzaban a comprender que una sola hora de abandono estaba llegando, que era forzoso separarse del mutuo abrazo almendrado para volver luego a encontrarse contundentes, después de las alas del sueño, sorteados con blando calor los absurdos temblores, los pretextos escabrosos de este mundo.
Se acomodaron en el beso, consecuentes con cada segundo, roto el letargo, todas las células del cuerpo renovando los pasos protocolares. Dos cerebros desembocando acordes sobre el perverso deber de bifurcarse, ocho pulgares acostumbrados a la espuela de tenerse sobre la espalda, concentrados ya entonces en la cercana soledad momentánea, amor loco, amor en fuga.
Qué complejo resultaba estar perennemente juntos, ajenos a los nombres de las cosas. Gozaban llevando hasta el fondo la boutade del más ausente entre los escarabajos, de su adorada japonesa redentora, allá por los setenta. Remedaban un modelo que pronto fue soslayado por sus precursores, tan absolutamente honestos que no les tocaba permanecer, exagerados temperamentos, extravagantes, pero no tanto como para detenerse en el gesto apenas esbozado. Ellos se arrojaron sobre la cama a rajatabla, treparon por los bordes, abandonaron los tapujos, contrayendo votos de promesa memorables se aventuraron a lanzarse en un colchón de muelle suelto, ellos, los amantes zánganos, cuyo nueva razón de ser pasaba por enjugar los ojos en el placer, explorar el caos bajo torrentes de sábanas blancas o asombrar a las palabras uno sobre el otro, abruptos los sexos en el abrazo.
Hace tanto que… comenzó el juego, tanto que se recreaban en el retozo que… a veces dejaban de lado algunos aspectos fundamentales para degustar, extraños al apuro, este desbordado monumento del deseo… Sus allegados no recuerdan exactamente cómo, pero lo seguro es que de algún modo lograron abastecerse de lo más urgente para calmar su sed, sus hambres. Encajaron el tálamo en un cuarto pequeño, de paredes encaladas, que gobernaba la luz prudente de un ventanuco arrancado a los muros más altos. El catre apenas dejaba margen a la estampa oscura de un retrete perpetrado en el fardel de las tejas, junto al ropero en el que colgaban ausentes dos trajes de pana roja. En aquel lugar pactaron quedarse, sellada la puerta, por cuya sola hendedura alguno dejase el frugal rancho acordado, en aquel lugar, los zánganos amantes, para pasear la desnudez de sus almas sobre panoramas de tez alba, afanados por el sol cobarde, por las estrellas renegadas de la noche. Como tumba de ángulo húmedo era aquel abdomen perfecto que tomaban de sus cuerpos, nunca más segregables ellos, los enterrados por darse enteros constantemente, los abandonados por un orbe de charlatanes que nunca llegó a comprenderlos. Eran los amantes zánganos, los zánganos amantes, clamaban algunos mesándose las barbas, golpeados por el trueno, arrebatados por la cólera de la razón, observad cómo malgastan su valor con esa conducta reprobable, desenfrenada.
De esta forma progresaba el suceder de los amantes, orgullosos recolectores del perfume, tercos adoradores del aquel templo ajeno al cosmos. Solamente a veces alcanzaban a comprender que una sola hora de abandono estaba llegando, que era forzoso separarse del mutuo abrazo almendrado para volver luego a encontrarse contundentes, presuntamente eternos. Una vez al año, el absurdo turno que sortease los pretextos deslavazados de este mundo, sólo una vez, solamente una, aunque los amantes se negasen, aunque protestasen desleales por dentro.
Cuando los ojos se cruzaron postreros, la pana en los hombros, los amantes zánganos, alejados de los espejos, se creyeron desarmados. Renovaban el acto extremo de pavor que era apartarse en tregua el uno del otro, nunca acostumbrados a pesar de la rehechura de más de cuarenta años. Cuando la puerta le prestó paso, el amante manso apretó con fuerza el cheque que ahora le arrastraba al banco. En el umbral, tornó el rostro buscando al otro, cuerpo desnudo surcado por arrugas semejantes al atardecer, adosado reflejo. Entonces ambos se encaramaron en el beso como dos lagartos bárbaros, se aferraron a lo más profundo del recuerdo para superar ese malévolo temblor del agüero. Cuando la pana roja del traje se esfumó, cerrada de nuevo la puerta, se compuso el yermo, presente a cada lado. Sólo quedaba esperar la hora de vuelta. Aún era pronto para amalarse noemas, para sandalear el órbego entre las lombas. Era pronto, pensaban, para aprender lo que representa estar sólo, lo que supone de verdad el amor cuando está en fuga.
Se recrearon aún unos segundos, completo, amalgamado el deseo en el olor del otro, rozando cada uno su lado en la madera, pero no sospechaban que cerca, puntual, esperaba, reloj en la muñeca, la muerte, nunca especularon con ella los amantes zánganos.
Cuando ella se reveló sepulcral ante los ojos de aquel al que le llegaba el turno, halló en él una mueca de asombro. Por qué te apareces ahora, le señaló, cuando no puedo defenderme, por qué me amargas el remate buscándome de este modo tan desagradable, lejos de lo que más amo. A lo que la muerte confesó, ceñuda, un qué más da, esto ocurre de todas formas, nunca os encuentro preparados para el momento. Adelantó una mano huesuda para llevárselo a su feudo de la nada. El amante no supo cómo deshacer el estertor.
Al otro lado de la puerta se escuchó un queja. Un hombro de fuerza restalló en la madera. El amante abandonado buscó el mundo detrás de los fragmentos, se fue con la lengua huera, con ese escrúpulo del desterrado, tan cojo y ofuscado como un alfabeto al que le faltase una letra, tan desesperado que se encomendaba a un futuro de dudoso avatar, pana roja, cheque que arrastraba hasta el banco. Atrás, vacante, quedáronse el cuarto de paredes encaladas, el colchón de muelle suelto, la ventana que bañaba de luz la nada perpetrada por el sol cobarde, por las estrellas renegadas de la noche.

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