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jueves, 24 de julio de 2008

CALÍGULA, DE ALBERT CAMUS

Desde tiempos de Plinio, Plutarco o Suetonio se han contado las vidas de los césares romanos. A través de crónicas, relatos o recreaciones dramáticas más o menos apegadas a los clásicos hemos sido informados de los caracteres, hechos vividos y comportamientos de una innumerable ristra de personajes: generales, lugartenientes, madres de bastardos, sátrapas agregados, reinas de Egipto, filósofos condenados, sacerdotes y aduladores, concubinas y, sí, césares. Pero a pesar de que la lista de emperadores fue larga hasta la definitiva caída de Roma, casi siempre han trascendido literariamente los infortunios del gran predecesor, Julio César, marcado por una trayectoria justa y una muerte trágica, la pax expansiva y cultural del primero, Octavio César Augusto, prototipo de estadista ideal, así como las depravaciones de Tiberio o las veces que el tartamudo Claudio logró esquivar la muerte, pero sobre todas, la vida y obra de malvados como Nerón y Calígula, ejemplos de la corrupción moral que proviene de un poder absoluto. De hecho me atrevería a decir que estos dos últimos superan, si hablamos de interés dramático y exceptuando los grandes acercamientos shakesperianos, a los dos primeros.
Se dice que Cayo Calígula sucedió a Tiberio después de envenenarlo y rematar su vida asfixiándolo con un cojín. Sus desmanes son del todo conocidos. Suetonio destaca su crueldad y locura, y sin llegar a justificar sus actos, las hace frutos de la inestabilidad mental de un enfermo. Sin embargo cuando Albert Camus, el existencialista, El extranjero atormentado por La peste, aborda el personaje para esta obra representada por primera vez en 1945 va mucho más allá que un simple cronista de los hechos. En Calígula Camus transmite sus propias obsesiones: el absurdo de vivir, la búsqueda metafísica, la irracionalidad del sufrimiento humano y la lógica del poder. En el drama Calígula deambula insomne y pendenciero intentando emular a cualquier dios, inventando una nueva condición humana que parte del miedo a la muerte, muerte que el propio emperador puede administrar de una forma aleatoria y carente de sentido en cualquiera de los estamentos y grupos sociales que le rodean: pobres, ricos, senadores, esposas, esclavos, amantes, poetas, amigos. El terror ante esta incongruencia vital hace que los hombres pierdan su esencia humana.
Calígula acabará quedándose sólo consigo mismo, consciente de la hilera de muertos dejados atrás, esperando en cualquier momento la conspiración contra el tirano, su propia muerte, reflejo de su rostro en un espejo roto, preguntándose de dónde viene, a dónde va. Quisiera apoderarse de lo imposible, de la luna, aunque sabe que de alcanzar su objetivo, lo imposible dejaría entonces de serlo.
Camus aborda con brillo esta alucinación en cuatro actos que he leído en la edición de Alianza Editorial, que sigue, traducida por Javier Albiñana, el texto unificado por el Petit Théâtre de París en 1958. Un fragmento encontrado en la escena 5ª del Acto 3º, monólogo imperial:

CALÍGULA

Habías decidido ser lógico, idiota. La cuestión es saber hasta dónde te puede llevar eso. (Con ironía.) Si te trajeran la luna, todo cambiaría, ¿no? Lo imposible pasaría a ser posible y en consecuencia todo quedaría transfigurado de repente. ¿Por qué no, Calígula? ¿Quién puede saberlo? (Mira en torno a él.) Es curioso, cada vez hay menos gente a mi alrededor. (Al espejo, con voz sorda.) Demasiados muertos, demasiados muertos, demasiados muertos, eso lo va dejando todo vacío. Aunque me trajeran la luna, no podría volver atrás. Por más que los muertos vibrasen bajo la caricia del sol, los asesinatos no quedarían enterrados. (Enfurecido.) La lógica, Calígula, hay que perseverar en la lógica. El poder hasta el final, el abandono hasta el final. No, imposible volver atrás. ¡Hay que llegar hasta la consumación!.


Camus, Albert, Calígula (Caligula), Alianza Editorial, Biblioteca Camus, , Madrid, Trad. Javier Albiñana, 2003.

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