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sábado, 19 de julio de 2008

VINO (O LOS MÁRGENES DE OVIDIO)

Aquí llega, apreciado cargamento que rebosa en las naves mecidas por un mar inhóspito, el fruto de la tierra donde crecen las Hespérides, aquí llega, untuoso, más dulce que los caldos nutridos con resina de la Argólida y Capadocia, más embaucador que los crispidos sabores de Judea.
Heredero de sudores y de esperas, audaz rebozo brotado entre los pámpanos que surgen a la orilla de flúmenes profundos, aquí llega, proclamando en su color el espíritu inefable de la Bética, como un jugo que se exprime y entremezcla con la sangre de los hombres, como un íngrimo hidromiel levantado por las vírgenes vestales.
Albo, denso, altivo, flébil líquido inconcluso, aquí llega, destinado, contenido insólito para estas ánforas de rojiza terra sigilatta que descienden ahora, transportadas por los robustos brazos de nubios porteadores, a la dársena del puerto, que abandonan inconscientes los estrados de la más antigua de las lonjas e ignoran, en su ciego deambular, el magnífico espectáculo de intercambios donde peces dorados y pólipos enormes se subastan entre una multitud de manos alzadas y sandalias que hollan pavimentos de mosaico con el rostro de Neptuno.
Lenta es la cadencia que el boyero impone a sus bestias, tanto como lo exige la exquisita carga que, asegurada con grandes cuerdas y protegida con el más mullido de los henos, ocupa una carreta renqueante cuyos ejes protestan a cada acometida sobre el irregular empedrado de la via ostiense. Lenta es la cadencia de un camino que, jalonado por pinos sabinos y tumbas olvidadas, discurre incesante hacia la ciudad eterna.
Aquí está, hija de los hijos de la loba, aquí está, dejando a la izquierda la pirámide Cestia, recorriendo las antaño zonas lacustres, aquí está, abriéndose paso entre zahúrdas y tabernas de arrabal destinadas a la plebe, ascendiendo entré ínsulas de barro y argamasa, cruzando las inútiles murallas, vislumbrando ya, en la cima de la colina, su destino capitolino, más allá del monumental estadio donde anoche se celebró la última de las grandes carreras, sorteado el foso que conduce a un barrio de hermosas villas marmóreas, todas ellas dotadas, sin excepción posible, de atrio, escalinata e impluvium.
Manos recias recogen la carga recién detenida, sujetan con fuerza las ánforas ahora despiertas, introducidas por la puerta trasera en el interior de las enormes cocinas. Hombres descomunales las colocan en la cavea, cerca del frescor de los muros, a la espera de un postrero esfuerzo. Aquí está, aturdido por el fragor de pasos y acarreos constantes, vertido del ánfora a la crátera por las sombras solícitas, portado por la más dulce de las esclavas dálmatas llegada jamás a palacio hasta el triclinium en el que se desenvuelve este banquete diletante, rotundo, afortunado, digno de los más labrados manjares de Apicio, para regar esta copa que ahora, con toda la humildad de mi siempre confesada estima, alzo ante ti, oh noble César, en la víspera de un inesperado destierro, invocando por última vez la memoria de Baco y proclamando su denodado triunfo antes de callar para siempre, oh Augusto, en ese silencio de días tristes que me espera, lo sé, en la lejana región del Ponto.

1 comentario :

  1. Ave Luigi.

    El otro día, en una exposición, vi una pintura. Una botella de vino. Bajo ella se leía: "Vino dulce y se fue". Sonreí.

    Por cierto, yo ya he vuelto, ¿para cuando ese café?

    Un beso

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