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jueves, 27 de agosto de 2009

DESDE LO OSCURO - CAPÍTULO VII (EL HORROR)


Cada vez que recuerdo lo que sucedió a partir de ese momento siento escalofríos. Cuando le pregunté el porqué de aquella reunión, Henry soltó de nuevo su horrible carcajada. Definitivamente estaba loco.
-John, mi querido John –sus ojos brillaban extraños-, me temo que formas una parte más de mi trabajo de investigación.
Henry se levantó de improviso del sillón y se dirigió a la puerta, que cerró con llave.
-Qué pretendes, insensato –grité contrariado-, qué demonios estás haciendo.
-Que qué hago –Henry tiró la llave por la ventana-. Jugar contigo, John, jugar al juego más divertido…
Cuando se acercó a la mesa me di cuenta de sus intenciones. En el cajón abierto quedaba una dosis de aquel bebedizo, una redoma idéntica a la que había visto flotar en el aire, llena de aquella azulada y maldita substancia. No tuve tiempo de alcanzarlo. En un rápido movimiento Henry se arrancó el albornoz con que había cubierto su cuerpo y destapó la botella. Bebió su contenido de un solo trago. Pude ver la expresión de su rostro un momento antes de que desapareciera. Era atemorizador. Su carcajada lo llenaba todo.
-¡Ahh!, juega conmigo, John –decía su voz-, házme saber cómo acecha el pánico a los que sienten el hálito de la muerte en sus sienes.
Conmocionado en aquel abismo oscuro, me movía por la estancia torpemente, intentando hallar una salida. Lo invisible comenzó a golpearme con fuerza en el rostro.
-¡Socorro! -gritaba yo con todas mis fuerzas-.¡Sáquenme de aquí!
-¡Ja, ja, ja! -reía Henry-, de nada han de servirte tantos gritos. Nadie podrá abrir esta puerta.
Así era, en efecto. No había llave. La señora Dickson me había entregado la suya cuando subí a aquel lugar inmundo, la misma que Henry había arrojado a la calle. Mis gritos alarmaron a los vecinos. La señora Dickson debió de golpear varias veces a la puerta. Un gran barullo se escuchaba al otro lado del umbral.
-¿Qué sucede? –se oía-, ¿qué está haciendo ahí dentro? ¡Abra la puerta! ¿No está usted solo?
-¡Socorr… Aughh…!
Aquel ser invisible me golpeaba de nuevo. Fuera intentaban derribar la puerta, pero resultó ser más robusta de lo esperado. Comencé a sangrar. Tenía el rostro magullado por aquellos puños de acero.
-¿Sientes ya la muerte? –gritaba Henry fuera de sí.
Yo me desvanecía. Caí al suelo, junto a la chimenea. Ahora noté cómo algo me propinaba terribles patadas en el estómago y la cabeza. Vi los atizadores. Dieron las doce en el reloj de pared. Cogí como pude uno de ellos y empecé a agitarlo ante mí con las pocas fuerzas que aún me restaban. Cortaba el aire, pero no lograba alcanzar a Henry. Sólo una vez sentí que el atizador impactaba con blandura en algo que parecía un brazo al tiempo que la nada profería una sorda queja de dolor. Me sentía como un hombre ciego, y a ciegas seguí golpeando. La puerta era ahora empujada con mayor fuerza. Supe que tenía que resistir hasta que aquella maldita puerta cediera. Pero no cedía.
Se me heló la sangre cuando ví entonces cómo un cuchillo de trinchar, aquel que había usado yo durante la cena, se elevó de la mesa y se abalanzó sobre mí. Eludí como pude el primer ataque del filo mortal. La puerta no cedía. La risa era ensordecedora.
Golpeaba al aire con el atizador y retrocedía. Así una y otra vez. En uno de aquellos movimientos tropecé con el aparador donde se hallaban las bebidas.
Surgió una idea, tomé la botella de brandy y esquivando por muy poco el cuchillo me precipité junto a la chimenea. Sentía cómo mis cabellos se chamuscaban. El filo volvía a acercarse. En ese instante rompí la boca de la botella contra el muro y derramé el brandy sobre aquello que sostenía el arma. Acto seguido cogí con las manos uno de los trozos de madera ardiente que se consumían en el humero y lo lancé en la misma dirección. Fue espantoso. En aquel momento la figura de un hombre se veía envuelta en primordiales llamas. Un grito abominable salió de su garganta. El fuego se extendía por aquel cuerpo que recorría furibundo la habitación, incendiando las cortinas. Pronto las estanterías repletas de libros fueron pasto de aquel infierno. Un olor nauseabundo a carne quemada, una figura horriblemente contorsionada, un alarido de dolor. ¡Y el fuego, fuego, fuego por todas partes!
Mis manos también ardían. No podía soportar aquel sufrimiento. El humo empezaba a asfixiarme. Corrí hacia la ventana y me lancé desde allí al vacío un segundo antes de que aquella puerta, de que aquella maldita puerta cediera.

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