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viernes, 27 de agosto de 2010

RESISTENCIA


El letárgico ocaso y la lluvia se entrometen en el tedio atroz y ansiado, un giro audaz para el retrato escueto: sólo somos ojos frente a los muros que le crecen al mundo, y ahora más que nunca sus frisos se desmoronan como ríos cerúleos mientras las lenguas desbordan los puentes y las moscas se enjambran en los palacios al son de un trueno. Hay anáforas bajo la colina hecha de escombros, vida en los cascotes de Testaccio, más allá de las adustas fronteras de varios Líbanos, comedia en las escorias benaríes o encima de los promontorios encebollados y los paraguas esqueléticos que asombran la orfandad de Jartum. ¡Oh dédalos de Belfast, oh picaportes de Westfalia! Temblor de saris que flamean incautos más allá de nuestras sendas, al llegar la noche, apenas vislumbrados por los brujos que alardean entorno a las chalupas; viejos alfabéticos que cuentan sus historias deslustradas en plazas que no dejan de crecer, y Xemaa’s, y palenques acostumbrados al tibio desenfreno hespérico de los soportales; grandes conquistas de otros mares y luciérnagas de una ciudad dividida; devociones de orín, blancas líneas consistentes y cánticos espora, de agujas glaciales; lodo en los cagaderos opacos que ocultan sus trampas bajo el plástico; pura y decisiva mezcla; trapecistas pendientes de los semáforos, tiroleses uniformados, pícaros que acometen hurtos imposibles en nombre de Hegel, jardines colgantes que alguna vez demoramos, completamente borrachos, en las trenzas babilonias; y las Áfricas innombrables de los lores y los descomunales falos del Pudong o de Manhattan, y sus serpientes metálicas y bulliciosas, sus bibliotecas vehementes y adinteladas, sus alambiques nonatos, sus desfiles civilizados, la histérica disposición de sus mujeres, de ojos grandes y voces cósmicas que percuten en la espalda (extraídas de la misma tradición descrita en los dudosos catálogos de Fournier, mucho menos seductoras que una gota de agua sobre la piel templada), o la cortedad de sus hombres-rana, de sus ángeles negros, forzados durante siglos a respirar por la boca; pudines y lentejas, mantequillas, escarolas; deliciosos néctares y alfajores, panecillos orquestales; burbujas de otredad, idolatrías que nos llevan a la mesa absoluta. Cuando hiere el fin del día hay cuerpos reventados que se olvidan. El letárgico ocaso y la lluvia rebosan sobre el tedio atroz y ansiado que prometen los cátodos, su salmodia. El sofá está dormido. Sólo el sueño se resiste.

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