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miércoles, 30 de marzo de 2011

LA OLA


El gato abandonó el alero un segundo después del cataclismo. Desde qué gran altura ancilar se precipitó sobre las calles desiertas. Miró al bies su único sesgado ojo siempre húmedo y presagió la relevante continuidad del cielo. ¡O mi bien!, qué sueño de manjares desatendidos, qué admirables los tesoros bajo la prominencia del lúpulo. He aquí la retirada apertura de los postigos. Algún rostro cumplió con todo atrevimiento. La calle era una alfombra de mantas revueltas. Los tramoyistas se desplegaron sobre el barro para un óptimo desembarco de la mercancía. Empujamos escalera abajo la chalupa encaramada al tercer piso. Los niños reclamaban la bandera como parte de su herencia. La ola deslumbró con su venida entre los alegres compadres, manaba de los colchones y los arquetipos y las muñecas hinchables alojadas en los búnkeres, allí donde el miedo había podido con Dios, pálido versículo manchado por el hambre. Los ajedrecistas reconstruyeron. El ajenjo retoñaba en las terrazas. En el ático de la biblioteca las palomas se apoderaron de los cubos. Sentado bajo una gotera, el viejo loco ocultaba su regocijo en falsa lágrima. Escuchamos al otro lado de la puerta. Pasos de un asceta ovárico que profería alguno de sus onomatopéyicos verbos. Lanzamos nuestros cuerpos a través de las claraboyas. En la esquina del parque un muchacho desmembraba su violín de tres siglos. No la lluvia. Dos madres revirtieron las llamadas a sus hijos cinocéfalos. No obtuvieron una respuesta indiscutible. Se sumaron a la larga fila que esperaba el fin de la ceremonia: caracteres, símbolos. Los artrópodos partieron. Se llevaron bajo el brazo la inclinación del templo. En las naves laterales rugían aún las pieles amancebadas de orín, las primeras herrumbres del alambre. En aquel tiempo impreciso la espuma marina oyó maldecir a un hombre sobre la estereotipada visión del Japón en los libros. Un rapsoda se descolgó de la ventana aprovechando la tramposa longitud de su verga. Cosas de la juglaría. Era pronto para creerlo, pero el vacío destilado en las curvas sabía a un dedo de arroz, a delicada flor de almendro. Sigue desafiando al infinito, agua trepadora; deshaz con tu ímpetu cualquier bastimento humano; líquidos desastres, grumos en la orgía múltiple, volved a incomodar al mundo; lluvia flamígera, desencadena tu hierático acicate. Anacoreta augur su lengua de jengibre afilaba. No había previsto el aburrido dormitar de las bombas en su moqueta de niebla. Ahora estábamos solos al comienzo del camino. Todavía no teníamos absolutamente nada que contarnos. El gato bostezó a nuestras espaldas –qué sueño de manjares desatendidos-, tomó impulso y desapareció por entre los tejados.

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