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lunes, 14 de noviembre de 2011

PARÍS: RECUERDOS

© Tullerías. Fotografía de Luis Morales

La última vez que estuve en París (como si hubiera estado allí mil veces, como si fuera un habitual del Quartier Latin, un asiduo de los cementerios historiados) sudé la gota gorda bajo el chubasquero en una ridícula carrera de ida y vuelta contra el tiempo por la Rue la Fayette, desde la Gare du Nord hasta las inmediaciones de la Square de Montholon, para recuperar unos papeles olvidados e imprescindibles para continuar el viaje, con el handicap añadido de que el regreso era cuesta arriba. No fue sin embargo la primera situación extraña (ni tampoco la postrera) de aquella supuesta visita relajada. Recuerdo sortear diminutas Toureiffel diseminadas por doquier como tachuelas por el suelo, sortear alambres colmados de Toureiffel más grandes, como collares de cuentas, portados por los vendedores ambulantes congoleños, sortear sus carreras delante de los gendarmes, sortear enjambres, miriadas, toneladas de gente haciendo cola a los pies del coloso metálico enhiesto (y eso que ya habíamos estado en el cielo de París, que solamente queríamos una foto de a tres con fondo azul) mientras el niño aceptaba cansado mi eterna perorata: ¿sabes dónde estamos?, en París, bajo la Torre Eiffel (y todavía cuando ve la foto lo sabe, con sus dos años y pico, y lo grita: ¡LA TORRE, LA TORRE!). Recuerdo comer shushi de plástico y beber Coca-Cola Cherry alguna noche en el hotel, haber aprendido los nombres de los alimentos en francés leyendo las indicaciones de la comida para niños, comprar plátanos por un ojo de la cara, o pedirle al nene una omelette altamente nutritiva (¿3, 4 huevos?) que se quedó previsiblemente a la mitad, por el otro ojo. Recuerdo mi salida de tono habitual de cada viaje, ese momento en que decides ir de listillo y visitar algún lugar ajeno a los itinerarios normales. Otra vez fueron las cuestas de Belleville, pero en ésta tocó el Bois-de-Boulogne, un superparque tipo Casa de Campo, es decir, de dimensiones descomunales. Podríais haberme visto empujando un carrito de bebé por kilómetros de caminos umbríos, la lluvia recién llegada, sin mapa ni brújula (¿para qué si soy un hombre?), oliendo a turista de los pies a la cabeza, señalado por presencias solitarias, miradas hoscas, transeúntes a nuestras espaldas, en plena zona de menudeo parisino (y encima yo arreglándolo con comentarios sobre chaperos, cruising y otras lindezas). Vamos, un fracaso que terminó por fin en un bello estanque jalonado por un frondoso bosque. Recuerdo, sí, un servicio de barcas semivacío, una hilarante secuencia en la que tres turistas árabes se suben a una de ellas y se pasan media hora dando vueltas sobre su eje, junto al embarcadero, con serio riesgo de zozobra. Recuerdo también a los cuervos, lo contraproducente que puede resultar tirarles un poco de pan, lo fácil que es crear un ambiente al estilo Los pájaros de Hitchcock. Y luego la larga vuelta a la civilización por la Avenue Foch, siempre a pie, con un niño en los hombros hasta el Arco del Triunfo, y el relajante descenso por los Campos Elíseos, con el niño en el carro al fin, y el atisbo de los Inválidos a la derecha según bajas, y el obelisco de la Concorde, rematado por una brillante pirámide dorada, o la regularidad de los jardines de la Tullerías, la noria icónica, la gente sentada en sillas verdes, alrededor del pequeño estanque circular, ceñidos al sol, como si estuvieran esperando el inicio de un espectáculo acuático que nunca llega. Al final, la explanada del Louvre, su pirámide de cristal, una invitación a darse la vuelta y contemplar la extraña línea creada desde aquí hacia la puesta de sol, hasta el cubo hueco de La Défense, y preguntarse si un topógrafo podría alcanzar la medición exacta desde allí, con sus aparatos correspondientes.
Recuerdo desembocar en los soportales de la Rue Rivoli y pensar en todos los anuncios de automóviles en los que aparecen la ciudad, las calles vacías. Y, seguir incombustible mi camino hasta la decepcionante (por limpia y selecta y por nada medieval) Place Vendôme y un poco más hasta el edificio de la Ópera, y otro poco más, hasta las famosas galerías La Fayette justo cuando están echando el cierre francés (6 de la tarde) y me dan con la puerta en las narices (con todo merecimiento, por cierto). Recuerdo, otro día, haberme quemado el esófago al ingerir demasiado rápido un pedazo de galette a las puertas de la iglesia de Saint-Germain-des-prés, o haber tenido la mala pata de programar la visita al museo d'Orsay (única concesión de este tipo en el viaje) la tarde en que las salas de Van Gogh y Gauguin estaban temporalmente cerradas. O la subida a Montmatre entre trileros, el trayecto en el mítico tiovivo a los pies del Sacre Coeur (que casi nos cuesta a los hombres de la familia un buen mareo) o el pequeño tren cremallera, el cielo desplomándose al llegar a la cima, el paso del tiempo, la inminencia de la partida hacia la Gare du Nord para proseguir el viaje. En fin, glorioso. Para rematar el asunto, después de la carrera de ida y vuelta hasta la Gare du Nord todavía podría relataros la aventura que supone afrontar en coche la glorieta del Arco del Triunfo sujetando una puerta que no se cierra mientras soportas toda tu fuerza centrífuga y buscas desesperadamente un lugar que te atienda un sábado por la tarde en este París de ensueño, pero creo que basta por hoy. Os preguntaréis si fue un mal viaje, eso sí, y sin embargo solamente puedo decir que fue maravilloso.
Todo este rollo tiene que ver con los recuerdos, esos hilos colgantes, esos retazos de memoria que cada vez se van escapando con mayor determinación. Y con la necesidad de fijarlos para que no desaparezcan del todo. Hace unas noches me quedé traspuesto en el sofá (como buen padre de familia) y al despertar, en uno de esos canales de vídeos musicales estaban poniendo un tema de Snow Patrol titulado Open Your Eyes. La música descansaba sobre unas imágenes extraídas del fantástico cortometraje C'était un Rendez-vous (1976), de Claude Lelouch, que muestra sin ningún truco ni aceleración un recorrido de ocho minutos a través de las calles de París. Y esas imágenes se convirtieron en mi magdalena de Proust. Así de simple. Aquí os las dejo.



En Youtube.

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