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viernes, 28 de septiembre de 2012

HOMO TABERNIENSIS (RELOADED)


El deteriorado aspecto de la dentadura nos habla de sus hábitos alimenticios, pero en ningún modo puede ser este el único parámetro aceptado para datar con seguridad científica un cuerpo. Conviene señalar lo resbaladizo que puede llegar a convertirse, en este sentido, el terreno de investigación, deliberadamente vasto, proclive a los bailes de fechas. El análisis de los estratos en los que aparece cada hallazgo debería precisar de una manera definitiva cualquier tasación, acortando para siempre los márgenes del error. Instrumental, semillas encontradas, tipo de estrato, restos de utensilios y otros huesos, de los animales con los que convivió, establecen entre ellos una red de concomitancias a las que resulta imposible sustraerse. Así, la veta de color en determinada piedra, la muesca oscura en un modelo prototípico de cerámica, un molar de menos, un milímetro de más en el diámetro del orificio de trepanación, pueden resultar esenciales para confirmar o deshacer una teoría. Por otra parte, un exceso de celo en el trabajo de campo, el vandalismo de los curiosos o, incluso, un mero descuido al tratar, manipular, desmantelar o transportar las evidencias pueden contaminarlas y hacerlas del todo inservibles.
Estoy seguro de que ahora deben pensar en lo innecesario, lo reiterativo de este preámbulo. Están cansados de escuchar la misma cantinela una y otra vez, desde que entraron en la escuela, en cada una de las excavaciones en las que han tenido la suerte o la desgracia de participar. Pero, créanme, quien les habla lo hace desde la perplejidad más absoluta ante un descubrimiento que podría cambiar nuestro concepto de la Historia, de la Prehistoria. Por eso, sin ninguna duda, hay que andar con pies de plomo. Ser el director del yacimiento me ha servido para comprender el nivel de frustración y desasosiego que la existencia del mismo provoca en los sectores más influyentes de la capital, dispuestos siempre a acortar los plazos, empecinados hasta la náusea en su afán esquizofrénico de hacer caja. Algo tan sencillo, una cala tan sutil que apenas roza la línea del tiempo es capaz de colapsar sin remedio esta ciudad caníbal que desaparece cada día un poco más, travestida autótrofa, absorta jungla de ladrillos y acero que ya apenas es capaz de reconocerse.
Cuando el técnico avispado detuvo el avance de la tuneladora que perforaba los bajos de Lavapiés para la decimonovena ampliación del suburbano sólo porque se encontró delante de un par de tibias blanquecinas no sabía lo que se le venía encima. Brillante, desgraciada decisión. En un primer momento los políticos, muy correctos, maniatados por el maniqueo acopio de votantes, impulsados a un ficticio afán de recuperación de la memoria, acordaron paralizar las obras mientras la ciencia se daba al examen de los restos buscando una posible fosa común abierta y cerrada durante la Guerra Civil. La desgracia y caída del técnico que estorbó con su extraña honestidad al brocosaurius se produjo el mismo día en el que fue anunciada la proterva antigüedad de los descarnados, que los emparentaba, entre otros, con los parietales de Atapuerca. No quiso saber nada de la vacilación, de esa fuerza indeterminada que abría el espectro de lo posible entre los dieciocho y los veinticinco mil años. Mientras recogía su finiquito, aquel pobre hombre que caminaba cabizbajo hacia la cola del paro tuvo que sufrir las miradas despreciativas de sus deshonestos jefes. Luego luego los mismos grandes talentos constructivos pisaban por primera vez la obra y enseñaban los dientes, se bajaban los pantalones al paso de un alcalde encajador de golpes, estratega del regateo mediático, que en visita oficial de urgencia a las instalaciones evaluaba a casco puesto la nueva situación ante la caterva de periodistas que se amontonaba en la entrada del túnel para disputarse, olvidada la frase del día anterior, la correspondiente a la jornada presente: estamos ante un descubrimiento único, hemos encontrado al madrileño más antiguo de esta Villa y Corte que nos define. Madrid, floresta emergente, altar elevado a los cielos para la inversión, despierta oh tú, metrópoli del progreso, mira también al suelo ante tu cita con la Historia. Resulta casi de Perogrullo el apunte sobre la oportuna sucesión de palmaditas en la espalda y golpes reivindicativos en el pecho que, como prescriben las buenas costumbres, no se hizo esperar. Que si ya tenemos nuestro Homo Matritensis, que si somos más pretéritos que nadie, que si ya lo decía yo que el Madrí es mucho Madrí (Homo Regens Matritensis), que si hay un gallego en la luna teniá que saberse de algún chulapón de pro en el centro de la tierra, que viva el Atleti (Homo Atleticus Matritensis), la madre que le parió y el chulo que le hizo, que ande yo caliente y a los demás, a mí plim…
Ustedes ríen, como debe ser. Todo esto les parece de lo más divertido y están en la edad de reir. Rían, rían. Pero el técnico que hizo enmudecer al engendro mecánico yaciente, olvidado ahora aquí, en su rincón, lleva ya más de ocho mensualidades cobradas de su prestación por desempleo y eso significa, amigos míos, tres cosas: la primera, que alguna voz ha corrido subrepticia entre las empresas que podrían darle el pan a este buen señor a cambio de sus excelentes servicios de peritaje para evitar que esto, lo del pan, lo de los servicios, se lleve a cabo a pesar de la franca disposición del susodicho; la segunda, que la prensa y la gente y el alcalde reelegido y la oposición despechada y un gato que pasaba por allí han perdido hace mucho, mucho tiempo, el interés por una noticia que no se renueva, por una investigación que ajena a la vorágine de arriba rasca paciente las tripas de Lavapiés; y la tercera, conectada a la lógica aplastante de las otras dos, que esos mismos picatostes metidos a mecenas, apresurados en un principio a figurar en los carteles como altruistas amigos de la cultura, ven que con el paso de los meses el soñado beneficio parece desvanecerse, así que todo empieza a moverse al ritmo de una asfixia distinta a la que provoca el estar bajo tierra, el cordial apremio para que liquidemos el asunto, nos vayamos con nuestras espátulas, carbonos y ordenadores a otra parte y dejemos al insecto cometierra trabajar por el interés general. Así que rían, rían. Aunque mi cabeza penda de un hilo de incontinencias antes de caer, precediendo con estrépito a las suyas.
Vuelvo a repetirles lo arduo de este estudio fundamental, deliberadamente vasto, proclive a los bailes de fechas. ¡Dejen de reír, coño! Sepan que yo debo responder por todos ustedes. Habrán entendido de una vez por todas lo delicado de nuestra situación. Qué hemos encontrado hasta ahora: además de las dos tibias que originaron todo este embrollo, apenas siete huesecillos de una mano izquierda, una articulación del codo extraordinariamente conservada en un ángulo de cuarenta y cinco grados y varios fragmentos desperdigados de un occipital, demasiado irrelevantes para proponer siquiera una teoría sobre la capacidad craneana del individuo descubierto. Parece, con todo, evidente, que el interfecto es un vetusto ejemplar de Homo Sapiens Sapiens, pero nada más. Que sea el más antiguo de los hallazgos en Europa entra dentro de lo probable, pero no me atrevería a afirmar algo que, en cualquier caso, los promotores de la taifa capitolina se encargarán de difundir a los cuatro vientos.
Lo que no puedo entender, queridos amigos, colegas, compañeros en esta profesión tan bonita como aburrida… si, si… rían, sigan riendo… a ustedes lo del rigor les da igual, ¿no es cierto?... lo que no puedo entender es este absurdo sabotaje, esta rechifla que veo en sus ojos… ¿no se sienten ridículos perjudicando la investigación?... acaso prefieran verme así, desquiciado por la perplejidad a la que ahora me someten… se que ha sido alguno de ustedes… no, no lo nieguen… sean valientes… den un paso al frente… les reconozco al menos que tienen mucho ingenio, que yo mismo me reiría si mi prestigio como arqueólogo no dependiera de todo esto… vamos, no habrá represalias para el que salga ahora… tampoco estará mal vista la delación para aquel que se atreva a aclararnos lo sucedido… vamos… por favor… ya veo que callan…
Bueno, pues nada, prepárense a recoger sus finiquitos porque o me convencen de que en aquel tiempo el ser humano dominaba la técnica de la alteración de materiales por el calor, lo que supondría un vuelco brutal en nuestra concepción de la Prehistoria, o nos van a llover las piedras cuando comunique a nuestros benefactores el novedoso hallazgo de una mano derecha aferrada desde hace unos dieciocho mil años, año arriba, año abajo, a un extraño objeto vítreo de color ocre semitransparente. No se desternillen tan rápido, porque tal vez tendrían también que explicarme cómo es posible que, adelantándose de calle a las tablillas sumerias, aparezcan sobre dicho objeto vestigios de la que sería el primer ejemplo de escritura e hito que marca, esta vez sí, el comienzo de la Historia, ese motor de la cultura en forma sacrosanta inscripción, de texto raro por inteligible: Mahou.
Imagínense los titulares. Daríamos la vuelta al mundo, varias vueltas daríamos, casi seguro. Se dispararían las controversias muy pronto. Muchas sociedades históricas y arqueológicas se rasgarían sin ningún tipo de tapujo las respetables vestiduras. Sería fantástico ver a los catalanes disputándose la propiedad de los restos por aquello del apellido y el lúpulo, a los escoceses recordando la procedencia del chotis, a los suizos observando el jaleo con rigor y evanescencia, siempre puntuales, siempre desde la barrera. Luego comenzaría otro tipo de reivindicaciones, se compararía nuestro hombre con nuevos descubrimientos e imprevistas imitaciones. No sería extraño encontrar un ejemplar de lo más añejo en Tubingia, una protesta el día de Saint Patrick en Dublín, un holandés errante, un monje belga cervecero y viejo, al menos tan viejo como el nuestro.
No se rían, no. Ya, ya sé en Lavapiés hay más bares que en toda… como dice ese que canta, pero nada más. Que tanta proliferación de buena vida venga de tan antiguo entra dentro de lo probable, pero no me atrevería a afirmar algo que, en cualquier caso, los promotores de la taifa capitolina se encargarían de difundir a los cuatro vientos, y hasta habría algún empecinado en demostrar que estas manos, este codo, estas tibias y esta calavera pertenecieron al primer tabernícola, apuntillando con ese natural gracejo matritense que a mí, plim al abandonar la tasca de viejos y la barra del tiempo y la caña vacía y el plato de loza en elipse en el que yacen, olvidados, uno cuantos huesos… de aceituna.

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