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martes, 22 de diciembre de 2015

LA LEYENDA DEL TEMPLO


Aunque a su inicio el panorama se presentaba ciertamente oscuro, resulta que profesionalmente este año 2015 ha sido bastante bueno para mí. Después de mucho esfuerzo, claro. Sin dejar de cruzar los dedos y siempre tocando madera puedo decir a estas alturas que ahora mismo trabajo en aquello que me gusta, que es el diseño gráfico, tanto en la faceta creativa como en la de formador, y que en los dos ámbitos, en el de la creatividad y en el de la educación, me he sentido querido y reconocido tanto por compañeros y responsables como por mis queridos alumnos. Puede que no lo esté haciendo mal del todo. Es raro sentirse a gusto en un trabajo, o en dos, lo sé. Soy un privilegiado. Dentro de unos márgenes lógicos tengo la máxima libertad de decisión en lo que hago y en general eso que hago es apreciado. 
Ahora que termina el año no me olvido, sin embargo, de su comienzo oscuro, y del proyecto que marcó un punto de inflexión definitivo en mi trayectoria vital. No me olvido de la gente maravillosa de Ediciones Escalera, de Daniel y Talía, de lo bien supieron sacar lo mejor de mí, del tiempo que me ofrecieron, de la libertad creativa y creadora que me regalaron a la hora de elaborar el diseño de su último libro publicado: La leyenda del templo. Medio siglo de música en vivo en la universidad
Este libro, que pone un broche final (espero que provisional) magnífico a la actividad de la editorial, homenajea textual y visualmente al Colegio Mayor San Juan Evangelista y a su Club de Música y Jazz, también a los estudiantes que allí residieron y a los artistas que lo convirtieron en mítico. Más de doscientas páginas ilustradas y llenas de sorpresas que evolucionan a ritmo de jazz, flamenco y música popular por los rincones de la memoria de muchas generaciones. Chet Baker, Dizzy Gillespie, Camarón de la Isla, Morente, Art Blakey, Chick Corea, Diana Krall, Jorge Pardo... y muchos otros músicos que hicieron retumbar los muros del Johnny durante más de cuarenta años. La historia reflejada y evocada por los que allí estuvieron. La reivindicación del Johnny como espacio cultural imprescindible que exige de nuevo su presencia activa en el panorama madrileño. La vida diaria llena de anécdotas y realidades. Y el viaje a través de sus conciertos, de sus carteles...
Tengo que decir que disfruté profundamente maquetando el libro. Quienes me conocen saben de mi pasión por el jazz, por la cartelería, por la buena literatura. Y La leyenda del templo lo tiene todo, desde luego. Aprendí mucho durante la preparación de los materiales. Disfruté, sí, con la palabra y las imágenes. Incluso pude incluir un pequeño texto propio sobre los orígenes de mi pasión musical, muy apegado a mis recuerdos familiares y muy cercano a todo lo que se vivió en el Johnny
Y luego llegó la impresión. Porque no es lo mismo ver lo creado en el ordenador que tenerlo en la mano, abrir por cualquier página y que te sorprenda el olor de la tinta, y que todo esté como habías soñado que debería estar. Y en esta ocasión el resultado fue, desde mi punto de vista, excepcional. En ese sentido, La leyenda del templo es uno de los trabajos más redondos que me ha tocado realizar.
¿Qué más se puede pedir como diseñador? Muy poco, si eres humilde. Aún así ha habido momentos irrepetibles, testimonios de sorpresa y aprobación, comentarios en Internet... Estar casi de incógnito en la presentación de la Sala Clamores, allá por mayo y escuchar los elogios a la maquetación por parte de gente que no me conoce no tiene precio. Por ejemplo. 
Una suerte, ya os digo, haber participado en este proyecto. Después de La leyenda del templo todo me ha ido mejor, y espero que la racha dure. Muchas gracias, Ediciones Escalera, por haberme dado esta oportunidad tan potente y creativa.
Así que este es el libro que recomiendo para estas fechas. Lo podéis encontrar en las principales librerías del planeta (jeje). Os encantará, desde luego.

Os dejo los datos y el enlace a su distribuidora.

Editorial: EDICIONES ESCALERA
Autor: VV.AA.
Ilustrador: Luis Morales
Título: LA LEYENDA DEL TEMPLO
Materias: MÚSICA
Nº de páginas: 208
Medidas: 200 x 260 mm
Encuadernación: Rústica
ISBN: 978-84-940573-5-9
EAN: 9788494057359
Precio: 25.00 €
Precio con IVA: 26.00 €

viernes, 9 de octubre de 2015

YO TE ACUSO, LUIS MORALES (RECRIMINACIONES DEL ESPEJO)


Yo te acuso, Luis Morales. A ti también. Cada viga desatendida en ojo propio se corresponde de manera casi milimétrica con esa inherente condición del ser humano, esa cualidad pajiza y hedionda que se atraganta en los vocablos más allá de la primera persona o, rolliza, persigue la hinchazón, la pedorreta dudosa del ingenio, la connivencia en la chanza, la verborrea postromántica irreverente y neo que en realidad es romántica y se repite genuina, genial, social, asociada, fresca, caótica, original, sincera, joven, serpiente perturbada, revolución, quimera avanguardiada, hoy repe, pseudourbanoide hoy, sin dejar de ser el clásico de siempre que de oficio lubrican, liman, delimitan, jipjopean, sonetean, reduplican y repiten los ignorantes, desarrollada hasta el tedio ahora, una y otra vez en este que, así lo espero, quizá sea nuestro último siglo de culturetas: el exhibicionismo idiota.

¿Delirio intelectual? ¿Acaso tienes algo que decir? Cada caso de alardeo forma parte de la historia desesperada y trágica de la humanidad, una exquisita entelequia que se adueña de las formas mientras pende en vilo, sujeta a un cambio en la trayectoria del viento, como fracción de circunstancias microscópicas que fluctúan alrededor de la existencia sin que nos demos cuenta, sin quererlo, sin ni siquiera suponerlo, fortalecidos, envilecidos por las adicciones, los mitos o deseos que nos mantienen en el sueño permanente de estar vivos. Ay, qué bonito es ser joven ruidoso, temerario, magnífico, despeinado e inmisericorde, qué bonita la contundencia del descaro, tu tendencia presumida y retro en los zapatos, la osadía del que no quiere saber, la llanura de tu nueva pantalla, la blanda hipocresía buen rollito del que finge escuchar pero no calla, de nuevo alcoholizado. Y qué absurda la idea de llegar a viejo paseador de callejones sin otro objetivo que el de dilatar en silencio el paso del tiempo abominable, de releer un libro, cualquier libro y sentir, a veces, aprensión por las guadañas. Pero no. Es mejor jactarse de la muerte y el presente, de la violencia que nos anestesia, hiperrealistas, otro nido para la evasión más hacedera.

Cada caso de violencia forma parte de la historia, incluso, sobre todo desde el anonimato y el olvido. Puede que ninguno tenga una respuesta clara, que la mayoría se acueste cada noche convencida de su saludable bienestar, sin la más mínima idea de lo que sucede fuera de la burbuja, del círculo proyectado sobre dimensiones variables. El que vive en conserva nunca protesta, salvo cuando le quitan lo suyo para repartirlo entre todos los demás. Nadie es distinto. Tampoco tú.

Qué crees alcanzar de este modo, encaramado al atril una vez más, aparentando una humildad que ya no tienes, dime qué pretendes, por qué intentas ocultar tu timidez tras lo que escribes. Pálido, pobre histrión, supones ahora mismo que nada se le escapa a tu público, el sudor de las manos, la leve agitación marinera de estos folios que surcas, sorprendido, el vibrato heterogéneo del lector que se desgaja, ajeno a la voz que le pertenece. Oh tú, que tanto aliteras, si supieras cuánta lástima promueves. Desde el cándido ardid de la palabra resultas transparente, la complicación formal a la que sometes todo, sujeto de ambición, te pone en evidencia.

Pareces desconcertado ante lo que estás leyendo, en verdad no puedes entender qué sucede, qué extraño demonio ha guiado tu mano, cómo han podido llegar hasta aquí estas comprometedoras líneas. Te preguntas quién estaba allí contigo hace dos horas, mientras parpadeabas soñoliento delante del monitor, quién te arrebató el teclado aprovechando cualquiera de tus múltiples abordajes del cuarto de baño, qué clase de misterio se coló en los circuitos durante el proceso siempre incómodo de la impresión. Pero en realidad, sobre el asunto que nos concierne, sólo cabe la opción que desestimas: a este texto corresponde un único redactor. O no, quizás así lo piensas.

Por eso yo te acuso, Luis Morales, de perpetrar una y otra vez mis argumentos, de la doblez artificial, de la exhibición del artificio, te acuso aquí, delante de tu público, de maniatar a tantos personajes en situaciones de dudosa verosimilitud, creyendo conseguir con ello el reconocimiento que se reserva a lo extravagante. Te incrimino, corolario de todo lo culpable, por ese lenguaje elitista y abarrocado, por el abuso vanidoso y sacrosanto de todos los diccionarios juntos, por el escapismo que te aleja de tu entorno y traslada mis historias a escenarios con nombres exóticos, como si ese viejo truco te hiciera más interesante y cosmopolita, como si lo que ocurre en New York o Singapur, en esa mañana que transcurre catedralicia y sempiterna a las puertas de una Roma de medioevo o más allá del éter de los milenios próximos, cerca de Alfa Centauro, no pudiera suceder aquí y ahora, aquí, y ahora. Te señalo con el dedo delator, vulgar alquimista, mero redactor alejado de la esencia, porque buscas la piedra filosofal a través de caminos demasiado concurridos. Eres otro espejo, otro llamarse Ninguno, un nuevo manuscrito encontrado, un protagonista levantado en rebelión, el enésimo sueño dentro del sueño. Desconsiderado en el plagio, as del disimulo y el parafraseo, actúas como si jamás hubieran existido aquellos a los que les debes todo, como si esa estantería que compartes en el salón de casa, ordenada al ritmo obsesivo del alfabeto, sostuviera tan sólo pieles marchitas, carcasas de serpiente envolviendo el vacío…

Yo te hiero, en fin, amigo mío, yo te culpo sin perdón posible, porque a pesar de todo sigues empeñado en interpretar que eres tú mismo, el dueño de lo revelado, el que remueve las conciencias, te traiciono porque en el fondo, bajo ese disfraz de malditismo que elaboras cada día, reside la secreta banalidad de perpetuarte, de algún modo, más allá de la muerte, de tu miedo a la muerte, de la única manera en la que crees en el más allá.

Supongo que estarás confuso. Sí, pareces desconcertado ante lo que estás leyendo, en verdad no puedes entender qué sucede, qué extraño demonio ha guiado tu mano, cómo han podido llegar hasta aquí estas comprometedoras líneas. Te preguntas quién estaba allí contigo hace dos horas, mientras parpadeabas soñoliento, mientras... No lo pienses demasiado, no vale la pena. Durante un buen rato te sentirás un poco raro, aturdido, violentado en cierto modo por los acontecimientos. Cada caso de violencia forma parte de la historia desesperada y trágica de la humanidad. Es muy simple. Nadie perdería su tiempo viniendo hasta aquí para juzgarte. Haz lo que debas. No creas en fórmulas mágicas, en ostentaciones baratas. Esta vez tampoco habrá ninguna esfinge dispuesta a proponerte un acertijo a la vuelta de la esquina, ningún iluminado capaz de descubrirte para siempre. Sólo queda perseguir eso intangible que buscas por ahí desde tu primer grito, todavía hendido en tu madre, adherido al cordón. Recuerda aquella vieja historia, la de las águilas de Zeus que sobrevolaban los cielos cercanos a lo que después sería el apolíneo santuario de Delfos, portando entre sus garras todas las obsesiones del dios de piedra, recuerda el cruce de vientos donde se encontraron, cómo vino a resbalárseles el destino en pleno estupor aéreo para incrustarse en las primeras estribaciones de la ladera, muy cerca del monte Parnaso, y cómo el dios portador de Égida, después de mucho deliberar, optó por dejarlo allí, gran Ónfalo, en el mismísimo ombligo del mundo, y establecer allí un oráculo.

Fotografía de José Naveiras

viernes, 3 de julio de 2015

PIEL-DE-PLATA EL DESCONSIDERADO (RELOADED)


Un guiño a otros tiempos, este poema sobre la belleza y el miedo al que de vez en cuando me gusta volver.

PIEL-DE-PLATA EL DESCONSIDERADO

Está aquí,
roto por siglos de pedazos,
ya no hay voces que lo nombren,
pero piel-de-plata está aquí,
bajo las grandes llanuras blancas
que el mar de levante azota:
y siempre urde en su silencio
piel-de-plata alguna red
para el incauto,
siempre alguna desconsideración
que lo retenga una vez más.
Mantén tus sentidos despiertos,
confiado extranjero,
y no alejes tus pies
demasiado del mar que hasta aquí te trajo
o la tierra misma te condenará al olvido,
recoge el agua que puedas y reemprende tu viaje,
pues cuando caiga el sol, ¡ay!,
los cuervos de la locura
tomarán su parte,
márchate,
que en la noche piel-de-plata
se parece al amor o a la muerte
y nada, nada apenas de su lengua sabemos.

miércoles, 6 de mayo de 2015

EL HOMBRE DE LAS MIL CARAS



Quién demonios es este hombre, se preguntarán ahora mismo millones de individuos aferrados al engaño del día a día, ese que nos exige velocidad de transmisión y de olvido. Algunos buscarán en Wikipedia o en las páginas de cine, otros lo reconocerán de viejas películas en blanco y negro, muchos venerarán su figura hoy para devolverlo muy pronto a un silencio nada esquivo. Un 6 de mayo de hace cien... ¿acaso importa?
Es un mago del siglo XX, un prestidigitador convencido que supo introducirse en nuestras mentes. Un maestro del fraude. Un maestro. Que descubrió nuestros miedos y reconquistó el lenguaje con el que se tejen las historias y los sueños.
Invadir el mundo a través de las palabras, hacer un flashback perfecto a partir de una bola de nieve, de una mesa que crece y aleja, tejer el plano secuencia más hermoso del mundo a pesar de Charlton Heston, jugar con los espejos, mostrarnos las cartas antes de cambiarlas, atravesar con estilo las alcantarillas de Viena, volver a Shakespeare y al Quijote y doblar campanas y desvelar al fin el truco de la vida, de todas las vidas... Cuando todo consiste en perseguir esa felicidad perdida alguna vez. Todo eso, nada más que eso. Un 6 de mayo de hace cien...
Quién demonios eres,
hombre de mil caras.
Quién demonios eres, Orson Welles.
Un recuerdo venidero.
La disolución de un sueño.
El último gran mago.
Un reflejo...
Un espejo...
Un trineo...
Rosebud...
Rosebud...

jueves, 23 de abril de 2015

LA BIBLIOTECA DE BABEL, DE JORGE LUIS BORGES


El universo (que otros llaman la Biblioteca) se componte de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. La distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito... La luz procede de unas frutas esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay dos en cada hexágono: transversales. La luz que emiten es insuficiente, incesante.

Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono en que nací. Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren por la baranda; mi sepultura será el aire insondable; mi cuerpo se hundirá largamente y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por la caída, que es infinita. Yo afirmo que la Biblioteca es interminable. Los idealistas arguyen que las salas hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto o, por lo menos, de nuestra intuición del espacio. Razonan que es inconcebible una sala triangular o pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les revela una cámara circular con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la vuelta de las paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico es Dios.) Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: La Biblioteca es una esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible.

A cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de unas ochenta letras de color negro. También hay letras en el dorso de cada libro; esas letras no indican o prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión, alguna vez, pareció misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo descubrimiento, a pesar de sus trágicas proyecciones, es quizá el hecho capital de la historia) quiero rememorar algunos axiomas.

El primero: La Biblioteca existe ab alterno. De esa verdad cuyo colorario inmediato es la eternidad futura del mundo, ninguna mente razonable puede dudar. El hombre, el imperfecto bibliotecario, puede ser obra del azar o de los demiurgos malévolos; el universo, con su elegante dotación de anaqueles, de tomos enigmáticos, de infatigables escaleras para el viajero y de letrinas para el bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de un dios. Para percibir la distancia que hay entre lo divino y lo humano, basta comparar estos rudos símbolos trémulos que mi falible mano garabatea en la tapa de un libro, con las letras orgánicas del interior: puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente simétricas.

El segundo: El número de símbolos ortográficos es veinticinco. Esa comprobación permitió, hace trescientos años, formular una teoría general de la Biblioteca y resolver satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había descifrado: la naturaleza informe y caótica de casi todos los libros. Uno, que mi padre vio en un hexágono del circuito quince noventa y cuatro, constaba de las letras MCV perversamente repetidas desde el renglón primero hasta el último. Otro (muy consultado en esta zona) es un mero laberinto de letras, pero la página penúltima dice «Oh tiempo tus pirámides». Ya se sabe: por una línea razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias. (Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios repudian la supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan a la de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano... Admiten que los inventores de la escritura imitaron los veinticinco símbolos naturales, pero sostienen que esa aplicación es casual y que los libros nada significan en sí. Ese dictamen, ya veremos no es del todo falaz.)

Durante mucho tiempo se creyó que esos libros impenetrables correspondían a lenguas pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres más antiguos, los primeros bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz diferente del que hablamos ahora; es verdad que unas millas a la derecha la lengua es dialectal y que noventa pisos más arriba, es incomprensible. Todo eso, lo repito, es verdad, pero cuatrocientas diez páginas de inalterables MCV no pueden corresponder a ningún idioma, por dialectal o rudimentario que sea. Algunos insinuaron que cada letra podía influir en la subsiguiente y que el valor de MCV en la tercera línea de la página 71 no era el que puede tener la misma serie en otra posición de otra página, pero esa vaga tesis no prosperó. Otros pensaron en criptografías; universalmente esa conjetura ha sido aceptada, aunque no en el sentido en que la formularon sus inventores.

Hace quinientos años, el jefe de un hexágono superior dio con un libro tan confuso como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas. Mostró su hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo que estaban redactadas en portugués; otros le dijeron que en yiddish. Antes de un siglo pudo establecerse el idioma: un dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico. También se descifró el contenido: nociones de análisis combinatorio, ilustradas por ejemplos de variaciones con repetición ilimitada. Esos ejemplos permitieron que un bibliotecario de genio descubriera la ley fundamental de la Biblioteca. Este pensador observó que todos los libros, por diversos que sean, constan de elementos iguales: el espacio, el punto, la coma, las veintidós letras del alfabeto. También alegó un hecho que todos los viajeros han confirmado: No hay en la vasta Biblioteca, dos libros idénticos. De esas premisas incontrovertibles dedujo que la Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las posibles combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito) o sea todo lo que es dable expresar: en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basilides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito.

Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera: en algún hexágono. El universo estaba justificado, el universo bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza. En aquel tiempo se habló mucho de las Vindicaciones: libros de apología y de profecía, que para siempre vindicaban los actos de cada hombre del universo y guardaban arcanos prodigiosos para su porvenir. Miles de codiciosos abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron escaleras arriba, urgidos por el vano propósito de encontrar su Vindicación. Esos peregrinos disputaban en los corredores estrechos, proferían oscuras maldiciones, se estrangulaban en las escaleras divinas, arrojaban los libros engañosos al fondo de los túneles, morían despeñados por los hombres de regiones remotas. Otros se enloquecieron... Las Vindicaciones existen (yo he visto dos que se refieren a personas del porvenir, a personas acaso no imaginarias) pero los buscadores no recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero.

También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad: el origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves misterios puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos, la multiforme Biblioteca habrá producido el idioma inaudito que se requiere y los vocabularios y gramáticas de ese idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres fatigan los hexágonos... Hay buscadores oficiales, inquisidores. Yo los he visto en el desempeño de su función: llegan siempre rendidos; hablan de una escalera sin peldaños que casi los mató; hablan de galerías y de escaleras con el bibliotecario; alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en busca de palabras infames. Visiblemente, nadie espera descubrir nada.

A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi intolerable. Una secta blasfema sugirió que cesaran las buscas y que todos los hombres barajaran letras y símbolos, hasta construir, mediante un improbable don del azar, esos libros canónicos. Las autoridades se vieron obligadas a promulgar órdenes severas. La secta desapareció, pero en mi niñez he visto hombres viejos que largamente se ocultaban en las letrinas, con unos discos de metal en un cubilete prohibido, y débilmente remedaban el divino desorden.

Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles. Invadían los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas, hojeaban con fastidio un volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor higiénico, ascético, se debe la insensata perdición de millones de libros. Su nombre es execrado, pero quienes deploran los «tesoros» que su frenesí destruyó, negligen dos hechos notorios. Uno: la Biblioteca es tan enorme que toda reducción de origen humano resulta infinitesimal. Otro: cada ejemplar es único, irreemplazable, pero (como la Biblioteca es total) hay siempre varios centenares de miles de facsímiles imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra o por una coma. Contra la opinión general, me atrevo a suponer que las consecuencias de las depredaciones cometidas por los Purificadores, han sido exageradas por el horror que esos fanáticos provocaron. Los urgía el delirio de conquistar los libros del Hexágono Carmesí: libros de formato menor que los naturales; omnipotentes, ilustrados y mágicos.

También sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Libro. En algún anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe existir un libro que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios. En el lenguaje de esta zona persisten aún vestigios del culto de ese funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de Él. Durante un siglo fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el venerado hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un método regresivo: Para localizar el libro A, consultar previamente un libro B que indique el sitio de A; para localizar el libro B, consultar previamente un libro C, y así hasta lo infinito... En aventuras de ésas, he prodigado y consumido mis años. No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total; ruego a los dioses ignorados que un hombre - ¡uno solo, aunque sea, hace miles de años! - lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme Biblioteca se justifique.

Afirman los impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo razonable (y aun la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción. Hablan (lo sé) de «la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira». Esas palabras que no sólo denuncian el desorden sino que lo ejemplifican también, notoriamente prueban su gusto pésimo y su desesperada ignorancia. En efecto, la Biblioteca incluye todas las estructuras verbales, todas las variaciones que permiten los veinticinco símbolos ortográficos, pero no un solo disparate absoluto. Inútil observar que el mejor volumen de los muchos hexágonos que administro se titula «Trueno peinado», y otro «El calambre de yeso» y otro «Axaxaxas mlo». Esas proposiciones, a primera vista incoherentes, sin duda son capaces de una justificación criptográfica o alegórica; esa justificación es verbal y, ex hypothesi, ya figura en la Biblioteca. No puedo combinar unos caracteres dhcmrlchtdj que la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna de sus lenguas secretas no encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una sílaba que no esté llena de ternuras y de temores; que no sea en alguno de esos lenguajes el nombre poderoso de un dios. Hablar es incurrir en tautologías. Esta epístola inútil y palabrera ya existe en uno de los treinta volúmenes de los cinco anaqueles de uno de los incontables hexágonos, y también su refutación. (Un número n de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el símbolo biblioteca admite la correcta definición ubicuo y perdurable sistema de galerías hexagonales, pero biblioteca es pan o pirámide o cualquier otra cosa, y las siete palabras que la definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás seguro de entender mi lenguaje?).

La escritura metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las páginas, pero no saben descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias heréticas, las peregrinaciones que inevitablemente degeneran en bandolerismo, han diezmado la población. Creo haber mencionado los suicidios, cada año más frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana - la única - está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta.

Acabo de escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por una costumbre retórica; digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y escaleras y hexágonos pueden inconcebiblemente cesar, lo cual es absurdo. Quienes la imaginan sin límites, olvidan que los tiene el número posible de libros. Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza.

BORGES, Jorge Luis, El jardín de los senderos que se bifurcan (1941)
Ficciones (1944)

viernes, 9 de enero de 2015

PÉNDULO (CUANDO LOS ACONTECIMIENTOS EXPLICAN EL POEMA)



No soy proclive a explicar las raíces de lo que escribo, prefiero que el lector/oyente haga su propia composición de lugar a partir de aquello que se encuentra. Sin embargo, en esta ocasión, después de los sucesos que París, de ese mar de sangre que ha intentado apagar la voz de los lápices de Charlie Hebdo, no puedo sustraerme a la necesidad de volver a dejaros aquí este poema para que lo leáis desde esa perspectiva que denuncia a los que quieren acabar con nuestra libertad de expresión, a los asesinos, sí, a los fanáticos de todo tipo, pero también a los sistemas aparentemente democráticos que utilizan sus propios métodos silenciadores. Así es, los intolerantes nunca soportarán las críticas, la sátira, el humor. Ahí os lo dejo.

PÉNDULO

Cualquier noche os descorazonaremos la acrobacia.
Su hélice nos aturde y mesmeriza.
No conocemos el péndulo.
El pozo se enfrenta al último nido sin clámides.
Hay un intruso entre las cuentas de vidrio.
Hay una torre de profundidad que vacila en las cosquillas,
una pluma que se tambalea.
Hay un trasbordador abandonado al musgo,
un ejército de hormigas que desencadena el abordaje
desde obsoletos carritos comerciales.
Hay madrugadas en las que rezuman
los rapsodas prosternados en la isla,
henchidos de celofanes,
instigados desde un catalejo de lejanías.
Si no hubiérais contenido vuestro cuerpo…
Hay quien sabrá expulsaros de la tierra
porque llega la incógnita media hora del delfín.
Estáis en la arista del sueño.
Practicabais un deporte errabundo.
Giraréis en el aire sin espejos.
Cualquier noche os birlaremos las mañanas.


Publicado en Realidad, LVR[ediciones, 2013