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viernes, 22 de abril de 2016

TUS GIGANTES DE VIENTO


Imaginaos a un tipo reconcentrado y tullido, ya entrado en años, recorriendo las calles de Madrid con andares no muy ligeros, cavilando sobre la fortuna esquiva o los sinsabores de su oficio, serio como pocos, enemigo de risas ventoleras, poeta sin fama y autor de comedias sin pecunio, antiguo soldado que arrastra heridas lejos de los mentideros, eterno fracasado, expulsado del Parnaso. 
Una gallina oscura cloqueando entre los galpones, cartapacio bajo el único brazo útil, camino de la casa de Juan de la Cuesta, a poner el huevo. Con aquel tocho algo más largo que novela de ejemplo, su personaje redondo ideado en una celda de Sevilla y la vida confesada por delante y por detrás. Sólo los niños y los locos dicen las verdades. Pero hay que vivir y haberse derretido el seso, perderse en las lecturas y en las desventuras propias para descubrir esas verdades, encontrándose a uno, a una misma. Como bien pone en boca de su Alonso Quijano, o Quijada, o Quesada, "yo sé quién soy, y sé que puedo ser, no sólo los que he dicho, sino todos...", cavila Cervantes en las fauces de la imaginación, haciéndose el cuerdo cuando es necesario.
Cervantes nos dejó hace 400 años pero el pensamiento contemporáneo que recorre su obra sigue con nosotros. Original en tiempos de la auctoritas. Parodiando libros de caballerías en tiempos de la imitatio. Metaliterato a más no poder, puntilloso y fino, demoledor en la ironía, para quien aspirase a entender. Adelantado, claro, visionario, humanista incomprendido hasta de sí mismo, seguro, en un lugar y una época de la que no quiso acordarse nadie entonces. 
¡Ay, los emblemas y los símbolos, los himnos y ejemplos de tal o cual nacionalidad! De poco le sirvieron entonces las alharacas a destiempo de ahora y las placas en los lugares en que estuvo casi de prestado, de poco los premios Cervantes, las casas de Cervantes, los museos de Cervantes, las fundaciones de Cervantes, las calles de Cervantes, los ciervos de Cervantes... pero es lo habitual en estos casos. Como escuché decir una vez, creo que ayer, a Francisco Rico, el mejor homenaje a Cervantes es leerlo, leer sus obras, sus libros. Leer...
Pero la ficción es como es gracias a Cervantes. La ficción, y también la realidad. ¿Cuántos héroes anónimos han seguido los pasos de sus personajes de papel? Perseguir nuestros propios sueños es muy cervantino. Y no cejar en el empeño hasta el final. Como tantos y tantas. 
¿Qué tal me queda la gola? Con la barba da el pego, ¿verdad? Yo estoy poseído por Cervantes, pero no de ahora, no no, esto no es el postureo de un día y luego si te he visto no me acuerdo. Cervantes me ha hecho como soy, así de claro. Es una cuestión personal y azarosa, lo sé, pero seguro que no he sido el único en sentirlo así. Así, pues, ha sido y es mi vida con Cervantes. 
Imaginaos a un niño reconcentrado y perplejo recorriendo las calles de su barrio con andares no muy ligeros, cavilando sobre la fortuna esquiva o los sinsabores de su timidez enfermiza, serio como pocos, enemigo de risas ventoleras, empollón de fama y blanco de collejas, pardillo esmirriado que arrastra sus fantasías lejos de los mentideros, futbolista fracasado, con el balón debajo del brazo. 
Un pollo pera que sin motivo aparente ni influencia de ningún tipo comienza un día a devorar todo lo que puede en las bibliotecas, cosas veredes, amigo Sancho. Primero una edición para niños, claro, de la gran obra, pero luego, muy pronto, arrancando del olvido del que posiblemente jamás habría salido, el texto original en la estantería de sus padres, pobre chaval. Quijote en la mesa, Quijote en la cama, Quijote a la luz de la linterna, Quijote a ratos, sentado en la taza del váter, como un tal García Márquez. Ahí se plantan las raíces de todo. Leyendo sin entender del todo pero intuyendo lo que habrá que descubrir, con el placer de lo no impuesto. Ese es el secreto aplicable para la iniciación a la lectura.
Pero luego habrá más. Después de estos pinos y otros de instituto, seguid los pasos de un ave rapaz cuellilarga que decide estudiar literatura por Cervantes en la Universidad Autónoma de Madrid, hasta allí que va cada mañana para rodearse de buena gente y toparse, entre otros muchos, con los autores de la gran edición del Quijote del momento, y aun de las obras completas del interesado, Antonio Rey Hazas y Florencio Sevilla Arroyo, a la sazón sus profesores de literatura medieval y/o renacentista siglodeorista, los mejores y más caóticos profesores por antonomasia y metonimia que supe haber tenido jamás, que, como buenos licenciados Vidriera, bien pudieran haber sido personajes de una historia cervantina. El azar de estar en aquel lugar y aquel tiempo. Recordarlo me abruma porque admiro. Y luego un viaje a Italia para encontrar las huellas del juego metaliterario en Pirandello, en Galdós, en los ingleses... y en llegando al hogar proyectar esa huella sobre Latinoamérica a través de García Márquez y Carlos Fuentes. Sueños locos de estudioso que no cuajaron porque la vida me llevó por otros lados de los que no me arrepiento: un continuo lanzarse sobre los molinos. Luego la literatura, las palabras propias... hay que estar loco para probarlo hoy en día. Teniendo todas las de perder, a veces se consigue, con esfuerzo y tesón, ser poeta sin Parnaso. No está mal para los tiempos que corren.
Ahora los niños empiezan con el cómic. A mi hijo le gusta el personaje, o mejor, el contraste entre el caballero loco y el escudero botarate. Se entretiene. Ha tenido que describir al Caballero de la Triste Figura en un ejercicio para el colegio. Sólo los locos y los niños dicen las verdades. Ayer quise llevármelo a mi corral y cual gallo que despunta le enseñé la edición de Quijote con la que solía trabajar, resobada de tanto uso, contamos hasta 1080 páginas llenas de citas y esquinas dobladas y me emocioné mientras él pasaba a otra cosa. Ahí tiene todos los libros del mundo para que haga con ellos lo que quiera, para que vuele junto a los gigantes de viento, pensé... si quiere. Luego devolví el libro a su lugar en la estantería, como urraca que acrecienta su tesoro. Cervantes ocupa en ella, entre dimes y diretes, ediciones, revisiones y comentos, casi un metro. Allí puedes encontrar hasta un facsímil del La Galatea que me regaló mi propia Dulcinea del Toboso. Entonces recordé una promesa incumplida: releer alguna de las obras de Cervantes al menos una vez al año, y que una de ellas sea el Quijote cada dos... Esta vez lo haré, continué, me apetece darle al Persiles. Pero comenzaron los preparativos del baño de los niños, y luego la cena, y aquel documental sobre un tal Miguel de Cervantes en La Sexta y al fin ese quedarse dormido en el sofá como buen mochuelo en su olivo. 
Pero de hoy no pasa. Escuché decir una vez, creo que ayer mismo, a Francisco Rico, que el mejor homenaje a Cervantes es leerlo, leer sus obras, sus libros. Leer...

jueves, 14 de abril de 2016

EL MITO DE LA CAVERNA


—Ahora, continué, imagínate nuestra naturaleza, por lo que se refiere a la ciencia, y a la ignorancia, mediante la siguiente escena. Imagina unos hombres en una habitación subterránea en forma de caverna con una gran abertura del lado de la luz. Se encuentran en ella desde su niñez, sujetos por cadenas que les inmovilizan las piernas y el cuello, de tal manera que no pueden ni cambiar de sitio ni volver la cabeza, y no ven más que lo que está delante de ellos. La luz les viene de un fuego encendido a una cierta distancia detrás de ellos sobre una eminencia del terreno. Entre ese fuego y los prisioneros, hay un camino elevado, a lo largo del cual debes imaginar un pequeño muro semejante a las barreras que los ilusionistas levantan entre ellos y los espectadores y por encima de las cuales muestran sus prodigios.
—Ya lo veo, dijo.
—Piensa ahora que a lo largo de este muro unos hombres llevan objetos de todas clases, figuras de hombres y de animales de madera o de piedra, v de mil formas distintas, de manera que aparecen por encima del muro. Y naturalmente entre los hombres que pasan, unos hablan y otros no dicen nada.
—Es esta una extraña escena y unos extraños prisioneros, dijo.
—Se parecen a nosotros, respondí. Y ante todo, ¿crees que en esta situación verán otra cosa de sí mismos y de los que están a su lado que unas sombras proyectadas por la luz del fuego sobre el fondo de la caverna que está frente a ellos?
—No, puesto que se ven forzados a mantener toda su vida la cabeza inmóvil.
—¿Y no ocurre lo mismo con los objetos que pasan por detrás de ellos?
—Sin duda.
—Y si estos hombres pudiesen conversar entre sí, ¿no crees que creerían nombrar a las cosas en sí nombrando las sombras que ven pasar?
—Necesariamente.
—Y si hubiese un eco que devolviese los sonidos desde el fondo de la prisión, cada vez que hablase uno de los que pasan, ¿no creerían que oyen hablar a la sombra misma que pasa ante sus ojos?
—Sí, por Zeus, exclamó.
—En resumen, ¿estos prisioneros no atribuirán realidad más que a estas sombras?
—Es inevitable.
—Supongamos ahora que se les libre de sus cadenas y se les cure de su error; mira lo que resultaría naturalmente de la nueva situación en que vamos a colocarlos. Liberamos a uno de estos prisioneros. Le obligamos a levantarse, a volver la cabeza, a andar y a mirar hacia el lado de la luz: no podrá hacer nada de esto sin sufrir, y el deslumbramiento le impedirá distinguir los objetos cuyas sombras antes veía. Te pregunto qué podrá responder si alguien le dice que hasta entonces sólo había contemplado sombras vanas, pero que ahora, más cerca de la realidad y vuelto hacia objetos más reales, ve con más perfección; y si por último, mostrándole cada objeto a medida que pasa, se le obligase a fuerza de preguntas a decir qué es, ¿no crees que se encontrará en un apuro, y que le parecerá más verdadero lo que veía antes que lo que ahora le muestran?
—Sin duda, dijo.
—Y si se le obliga a mirar la misma luz, ¿no se le dañarían los ojos? ¿No apartará su mirada de ella para dirigirla a esas sombras que mira sin esfuerzo? ¿No creerá que estas sombras son realmente más visibles que los objetos que le enseñan?
—Seguramente.
—Y si ahora lo arrancamos de su caverna a viva fuerza y lo llevamos por el sendero áspero y escarpado hasta la claridad del sol, ¿esta violencia no provocará sus quejas y su cólera? Y cuando esté ya a pleno sol, deslumbrado por su resplandor, ¿podrá ver alguno de los objetos que llamamos verdaderos?
—No podrá, al menos los primeros instantes.
—Sus ojos deberán acostumbrarse poco a poco a esta región superior. Lo que más fácilmente verá al principio serán las sombras, después las imágenes de los hombres y de los demás objetos reflejadas en las aguas, y por último los objetos mismos. De ahí dirigirá sus miradas al cielo, y soportará más fácilmente la vista del cielo durante la noche, cuando contemple la luna y las estrellas, que durante el día el sol y su resplandor.
—Así lo creo.
—Y creo que al fin podrá no sólo ver al sol reflejado en las aguas o en cualquier otra parte, sino contemplarlo a él mismo en su verdadero asiento.
—Indudablemente.
—Después de esto, poniéndose a pensar, llegará a la conclusión de que el sol produce las estaciones y los años, lo gobierna todo en el mundo visible y es en cierto modo la causa de lo que ellos veían en la caverna.
—Es evidente que llegará a esta conclusión siguiendo estos pasos.
—Y al acordarse entonces de su primera habitación y de sus conocimientos allí y de sus compañeros de cautiverio, ¿no se sentirá feliz por su cambio y no compadecerá a los otros?
—Ciertamente.
—Y si en su vida anterior hubiese habido honores, alabanzas, recompensas públicas establecidas entre ellos para aquel que observase mejor las sombras a su paso, que recordase mejor en qué orden acostumbran a precederse, a seguirse o a aparecer juntas y que por ello fuese el más hábil en pronosticar su aparición, ¿crees que el hombre de que hablamos sentiría nostalgia de estas distinciones, y envidiaría a los más señalados por sus honores o autoridad entre sus compañeros de cautiverio? ¿.No crees más bien que será como el héroe de Homero y preferirá mil veces no ser más «que un mozo de labranza al servicio de un pobre campesino» y sufrir todos los males posibles antes que volver a su primera ilusión y vivir como vivía?
—No dudo que estaría dispuesto a sufrirlo todo antes que vivir como anteriormente.
—Imagina ahora que este hombre vuelva a la caverna y se siente en su antiguo lugar. ¿No se le quedarían los ojos como cegados por este paso súbito a la obscuridad?
—Sí, no hay duda.
—Y si, mientras su vista aún está confusa, antes de que sus ojos se hayan acomodado de nuevo a la obscuridad, tuviese que dar su opinión sobre estas sombras y discutir sobre ellas con sus compañeros que no han abandonado el cautiverio, ¿no les daría que reír? ¿No dirán que por haber subido al exterior ha perdido la vista, y no vale la pena intentar la ascensión?
Y si alguien intentase desatarlos y llevarlos allí, ¿no lo matarían, si pudiesen cogerlo y matarlo?
—Es muy probable.
—Ésta es precisamente, mi querido Glaucón, la imagen de nuestra condición. La caverna subterránea es el mundo visible. El fuego que la ilumina, es la luz del sol. Este prisionero que sube a la región superior y contempla sus maravillas, es el alma que se eleva al mundo inteligible. Esto es lo que yo pienso, ya que quieres conocerlo; sólo Dios sabe si es verdad. En todo caso, yo creo que en los últimos límites del mundo inteligible está la idea del bien, que percibimos con dificultad, pero que no podemos contemplar sin concluir que ella es la causa de todo lo bello y bueno que existe. Que en el mundo visible es ella la que produce la luz y el astro de la que procede. Que en el mundo inteligible es ella también la que produce la verdad y la inteligencia. Y por último que es necesario mantener los ojos fijos en esta idea para conducirse con sabiduría, tanto en la vida privada como en la pública. Yo también lo veo de esta manera, dijo, hasta el punto de que puedo seguirte. [. . .]
—Por tanto, si todo esto es verdadero, dije yo, hemos de llegar a la conclusión de que la ciencia no se aprende del modo que algunos pretenden. Afirman que pueden hacerla entrar en el alma en donde no está, casi lo mismo que si diesen la vista a unos ojos ciegos.
—Así dicen, en efecto, dijo Glaucón.
—Ahora bien, lo que hemos dicho supone al contrario que toda alma posee la facultad de aprender, un órgano de la ciencia; y que, como unos ojos que no pudiesen volverse hacia la luz si no girase también el cuerpo entero, el órgano de la inteligencia debe volverse con el alma entera desde la visión de lo que nace hasta la contemplación de lo que es y lo que hay más luminoso en el ser; y a esto hemos llamado el bien, ¿no es así?
—Sí.
—Todo el arte, continué, consiste pues en buscar la manera más fácil y eficaz con que el alma pueda realizar la conversión que debe hacer. No se trata de darle la facultad de ver, ya la tiene. Pero su órgano no está dirigido en la buena dirección, no mira hacia donde debiera: esto es lo que se debe corregir.
—Así parece, dijo Glaucón.


Platón, República, VII; 514a_517c y 518b_d.