silencio que nos vas levando elipses,
contén al hombre ejemplo
que desatiende el labio,
allá donde alacenas el rubor
si el intervalo calma
y sigiloso te redimes
sin el mar la voz los brazos.
Nosotros en el acabamiento, pero con esa curva de eslabón que va rompiéndose infinita, nosotros, tocados por el ron y el filo y las palabras y esa música, como si la gravedad hubiera alcanzado alguna vez, para siempre nuestra tristeza.
Carreteras desiertas,
Desde tiempos de Plinio, Plutarco o Suetonio se han contado las vidas de los césares romanos. A través de crónicas, relatos o recreaciones dramáticas más o menos apegadas a los clásicos hemos sido informados de los caracteres, hechos vividos y comportamientos de una innumerable ristra de personajes: generales, lugartenientes, madres de bastardos, sátrapas agregados, reinas de Egipto, filósofos condenados, sacerdotes y aduladores, concubinas y, sí, césares. Pero a pesar de que la lista de emperadores fue larga hasta la definitiva caída de Roma, casi siempre han trascendido literariamente los infortunios del gran predecesor, Julio César, marcado por una trayectoria justa y una muerte trágica, la pax expansiva y cultural del primero, Octavio César Augusto, prototipo de estadista ideal, así como las depravaciones de Tiberio o las veces que el tartamudo Claudio logró esquivar la muerte, pero sobre todas, la vida y obra de malvados como Nerón y Calígula, ejemplos de la corrupción moral que proviene de un poder absoluto. De hecho me atrevería a decir que estos dos últimos superan, si hablamos de interés dramático y exceptuando los grandes acercamientos shakesperianos, a los dos primeros.
Aquí llega, apreciado cargamento que rebosa en las naves mecidas por un mar inhóspito, el fruto de la tierra donde crecen las Hespérides, aquí llega, untuoso, más dulce que los caldos nutridos con resina de la Argólida y Capadocia, más embaucador que los crispidos sabores de Judea.
A menudo resulta complicado distinguir entre la propuesta meramente comercial y el designio artístico con que nace cada película, quizá porque en principio ambos elementos deberían ser las caras de una misma moneda: destreza y entretenimiento unidos en un efímero producto. No siempre sucede así. Hollywood nos tiene acostumbrados a esos taquillazos denostados por la misma crítica que luego ensalza dramas nórdicos o experimentos estonios que casi nunca superan la barrera de la versión original. La balanza se agita entre los dos aspectos, destreza y entretenimiento, con una virulencia incontrolable, mientras el público adolescente demanda mucho, mucho más o mucho, mucho menos.

1994. Cuando el jovenzuelo veinteañero Beck Hansen lanzó al aire su famoso single “Loser” no sabía que aquello le convertiría en todo un icono de su generación. Miles de adolescentes entusiasmados adoptaron como himno propio ese “so why don’t you kill me?”. Pero este extraño habitante del planeta Los Ángeles ocultaba algo más debajo de su música.
Poesía o prosa. Otra vez el dilema atávico. Prosa o poesía, como si realmente este detalle tuviera importancia, como si los versos rimados no pudieran desprenderse de la jaula o los anacolutos no constituyeran en sí una saludable hipérbole.
¿Qué podemos decir del creador de Ciudadano Kane, del hombre que aterrorizó a medio país con su narración "extraterrestre", del orondo emulador de Shakespeare y admirador del Quijote y los secarrales de España? Orson Welles era un genio grandilocuente, de esos que lo dan absolutamente todo por una idea. Su actitud totalizadora y una meticulosidad exagerada que le hacía incumplir casi siempre los planes de trabajo le alejaron a menudo de los productores de Hollywood, celosos con su dinero, ávidos del sotacaballoyrey, poco dispuestos a dejarse engatusar por brillos de genialidad apartados de la línea comercial habitual. 
Amanecer sintagmático.