
Juan Ramón Jiménez Marea Poesía Diario d un poeta reciencasado
entablamento
antiguo
geométrico
vestal
mi mano lejos
acaricia;
puertas de viento
mi mano
en el aire golpea,
puertas de un templo
abierto.
Alíviame,
bóveda vientre
donde toda luz
varía extinta,
que los hijos de la fe
duermen tranquilos,
alíviame
y que el aire ya no venga
a contemplarme,
que sea esta frontera
de inquietud
jamás por el aire contemplada,
absorta en el callar
de la palabra,
en el fragor
de este silencio.
Cada caso de violencia forma parte de la historia desesperada y trágica de la humanidad, una exquisita entelequia que se adueña de las formas mientras pende en vilo, sujeta a un cambio en la trayectoria del viento, como fracción de circunstancias microscópicas que fluctúan alrededor de la existencia sin que nos demos cuenta, sin quererlo, sin ni siquiera suponerlo, fortalecidos, envilecidos por las adicciones, los mitos o deseos que nos mantienen en el sueño permanente de estar vivos.
Trazos azulencos de lamé, sobre los vidrios. Una síncopa esperpento en los tinteros: restos héticos, amoratados puentes, pedazos de ciudad esparcida aquí y allá bajo ángulos e hileras imposibles, miniaturas asombradas ante la imperfección de las probóscides. Pero hay dedos tan livianos que urden de palabras el líquido, órbitas violentas que pulsan como trampolín ambas orillas. Todos los poetas son tan hoscos y exactos que a menudo los caminos, surcados por una desproporción en los versos, pierden la orientación y se extinguen. Ninguno arrebata al vacío el instante. Yemas que sostienen élites, atriles, delirios suculentos. Hemistiquios que se inflaman con el viento, a cuyo grito atroz acude el buitre. A lo lejos la lección ingrávida del tiempo, a lo lejos, con ese aspecto huero y desboscado. Álbumes sonoros, fragmentos, violadores del secreto. Acaso hay en tu esperma barroquismos cartesianos, acaso sólo sombras que incomodan a los pueblos, sólo voces que se exprimen, tan anchas como un brazo de mar, como una pierna que se expande en la pausa de los días, de los libros. Remontando la corriente, elevándose sobre la marea uniforme, a veces basta una página para arrasar tanta calma.
ERA UN FANTASMA DEL GOZO
Era un fantasma del gozo cuando
por vez primera resplandeció ante mis ojos,
una aparición jubilosa enviada para adornar un instante:
sus ojos, eran estrellas de un bello crepúsculo;
como el atardecer de sus cabellos oscuros.
El resto de ella provenía de la primavera,
y de la aurora gozosa.
Una forma danzante,
una imagen radiante
que obsesiona, turba y descarría.
Vista de cerca, advertí que era un espíritu.
Sus movimientos en el hogar eran leves y etéreos,
y su paso de una libertad virginal;
un semblante en el que se encontraban
promesas y dulces recuerdos.
Una criatura no demasiado brillante
ni excelente para el sostén cotidiano,
para los dolores fugaces, los pequeños engaños;
la alabanza, el reproche, el amor, los besos,
las lágrimas y las sonrisas.
Ahora veo con ojos serenos
el mismo pulso de la máquina;
un ser que transita una vida pensativa,
un peregrino entre la vida y la muerte,
razón firme, voluntad moderada,
paciencia, previsión, fuerza y destreza.
Una mujer perfecta,
noblemente planeada para advertir,
para consolar,
para ordenar.
No obstante, siempre un espíritu,
y resplandeciente con no sé qué angélica luz.
O tú, que no respondes, pérfida sombra en éxtasis,
acaso esto es un sueño cercano al amor o a la muerte.
No respondes mientras se esfuma mi resistencia al agua,
te oprimo en lo profundo, en tu exigencia misma,
te arrojo labios al acecho, te lanzo ballenas al viento,
te mando pan te tengo sed te canto fuegos
que no quieran encontrarte más allá
de la lúcida disolución del cuerpo.
Ruge mi temblor de posesión sonora,
¡qué resolución tan misteriosa y vaga!
Te hallo resurrecta en el borde de la cama.
Ahora sí que estoy despierto.
Ahora sí que estoy despierto.
La escolopendra se escabulló inquieta cuando un arriero levantó la piedra que la resguardaba del sol fronterizo. El refugio ajeno al camino apetecía la escolopendra, que promovida por un enjambre de patas se lanzó zigzagueante entre los cantos del secarral, hacia su ciego mundo. Esta es la historia del terror que experimentó aquel desgraciado ser plurípodo. Porque no puede calificarse de otro modo la odisea sin sentido que, alimaña arrastrada para siempre lejos de su negro hogar, más allá de un improbable tiempo y todo el absoluto espacio, vivió. Terror, porque un viaje alucinante sin misterio resultaría demasiado absurdo comparado con la huida inconsciente ante las lagartijas.
Que en su acometida libertaria se viera interrumpida por la enigmática caída de aquél fardo no entraba en los cálculos del instinto. Que el transporte perentorio la dejara atrapada entre las telas, prisionera en las volandas sin saberlo, quiso llevarla a un primer estupor.
Prodigio del animal prendido en otro, que a su vez es porteado sobre un tercero sometido por un cuarto, concreción si cabe de todo lo que se mueve dentro del planeta giratorio, en un sistema dominado por las leyes vastísimas y espirales que contempla la expansión del universo. Prodigio, digo escolopendra que halló su senda desvergonzada, siempre hacia el calor, que abandonó la incómoda rigidez de las fibras hacia un centro más terso y húmedo, todavía humeante. Como entrar en una cueva deshabitada o colarse, capa a capa, a través de las estrechas aristas de los pozos, de los líquenes que crecen en las junturas de algunas lápidas.
Para una multitud de pies hambrientos adentrarse en los abismos de la carne es tan complejo como profanar, lejos del peligro, cualquier corredor custodiado por cientos de hormigas guerreras. Cuando no hay derecho a comprender lo que sucede alrededor, sólo queda la mimética, repetitiva y seminal necesidad de ir hacia adelante. Así que como el anticipo de la eclosión de los frágiles huevos puestos por las moscas, con el impulso que se aventaja a la transformación de la materia, la escolopendra precursora recorrió las cavidades jugosas que aquella horizontalidad trepidante le supo ofrecer. Sólo eso, sabiendo soslayar las tentaciones que podrían retenerla en el profundo derrotero.
No es objeto imprescindible ni lugar este para explayarse desmedidos en la visceralidad del asunto. Baste pues con admitir, más allá de toda repugnancia, la biológica intención de este tránsito, obviando el inexistente valor estético que pudiera derivar del hecho de contarlo, limitándonos tal vez a recurrir, histéricos microscopios, a una representación del mundo desde un tipo de coordenadas distintas a las nuestras.
Por ello habremos de reencontrarnos con la fatigada escolopendra un poco más allá de la tráquea, justo en el preciso momento en el que algún designio oculto incendió su bombilla de insecto, quizás una breve brisa, la pretendida señal de un exit, una salida cercana. La quisiéramos descubrir escrutadora, deliberando el ángulo correcto, desarbolada en un mar de dudas, perseguida por todos los aguijones certeros.
Sintió el futuro, distinguió la calidad de los tejidos. Promovida por un enjambre de patas se lanzó zigzagueante sobre la superficie esponjosa de la lengua, circunvaló el velo del paladar, chocó con la barrera de esmalte, sintió la comisura y escapó hacia el exterior, perpetua rendija la boca. Nadie se dio cuenta al principio. Las luces reverberaban imprecisas en los extremos de aquel cuarto. Hacía tiempo que las plañideras roncaban en sus sillas, apoyadas las cabezas en el vetusto muro. Era el amanecer más lóbrego para la mujer muerta. Era el amanecer más lóbrego, aunque el hombre que la había sentenciado ya no existiera. Aura matinal, celo de la luz en las persianas, este primer aliento del día resultó ser también el principio del fin, la conclusión postrera y redundante para la historia de terror que experimentaba aquel desgraciado ser plurípodo.
Cuando una madre envarada en los kilómetros del dolor entró por fin en la sala y quiso acercarse, sí, a la hija inmóvil en medio de las respiraciones, aquellas damas gemebundas carraspearon intentando disimular su aturdimiento. El velorio estaba llegando a su apogeo. Un labio parapetado en las lágrimas se disponía a dar el último beso. Pero algo interrumpió el movimiento.
-¿Quién le puso estos pendientes? –preguntó la madre-. Ella nunca los usaba.
Los presentes se cruzaron de hombros. No entendían nada. Alguien acercó una candela al rostro de la muerta. Mientras la madera iba crujiendo la descubrieron, ajena, dulce caricia de patas sobre el lóbulo de la oreja derecha, pasmada en el último instante de paz antes del alarido. La madre cayó desmayada y todo fue algarabía de quejumbrosas en socorro, jesúsmaríayjosés, avientos, aspavientos y abanicos. La escolopendra trató de huir, pero una mano azotó su cuerpo leve catapultándola sobre el pavimento. Que su desesperada acometida libertaria se viera interrumpida allí mismo por la enigmática y enorme suela no entraba en los cálculos del instinto.