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martes, 16 de abril de 2019

NOTRE-DAME DE PARÍS Y EL ESTUPOR


La cubierta de Notre-Dame de París arde y de repente nuestros devenires cotidianos se ven interrumpidos por inesperados mensajes de Whatsapp. La cubierta de Notre-Dame arde. Las redes arden. Los móviles arden. Una aguja de madera y plomo de noventa metros de altura y quinientas toneladas de peso se deshace como si fuera de papel, desde distintos ángulos, una y otra vez ante nuestras miradas incrédulas. Vídeos que tiemblan en vertical, fotografías de amplio dramatismo acentuado con la caída de la noche, alta y baja resolución, curiosidad entristecida al otro lado del río. Vivir en directo el acontecimiento como si estuviéramos allí mismo, testigos apostados detrás de las pantallas. Los turistas se agolpan dispositivo en ristre para inmortalizar la calamidad del edificio. Algunos se llevan las manos a la cabeza. En los rostros de muchos se adivina una verdadera tristeza. También aquí.
En esta vertiginosa sucesión de momentos que nos habita, el estupor, como la felicidad, apenas dura un instante. Una reacción ante lo que no esperas. El símbolo que cae. El coloso en llamas. Acto seguido, casi sin solución de continuidad, el torrente de los datos se desparrama por todas partes. Fuego viral con millones de visualizaciones, baile en las cifras, especulación de las causas, reacciones políticas, fakes, memes, referencias literarias encontradas... los nervios retorcidos de Nuestra Señora, el infierno desatado en las alturas, los milagros de Nuestra Señora, la obviedad del tejado calcinado, el sueño de la restauración...
El estupor es, por tanto, el único momento en el que estamos solos frente al hecho desnudo. Tal vez el más puro. En el estupor caben nuestras propias experiencias en relación al símbolo universal destruido. Todo lo que sabemos, nuestros pasos en la galería, los selfies junto a las gárgolas, lo que una vez nos contaron en el colegio, lo que dibujamos, los planos que estudiamos, y los ojos de Esmeralda, o Quasimodo oteando la plaza desde las torres, una ciudad como París, y tantas lecturas y vivencias, las nuestras. Una reflexión sobre la manera de mirar las cosas. Todo lo que se quema en el mismo incendio, en un acto purificador. Un instante de vacío (y de miedo al vacío) que pronto volverá a rellenarse.
En cualquier caso, desde el horror casi siempre cabe la esperanza del ave Fénix. La cubierta de Notre-Dame de París arde como en su día se desplomaron las Torres Gemelas, como la Fenice o el Palau de la Música. Como ciudades enteras devastadas en las distintas guerras. Que luego se levantaron. En unos años las oleadas de turistas distraídos volverán a recorrer las naves de la catedral gótica más famosa del mundo. Sin duda una de las cosas que nos define es nuestra capacidad para la reconstrucción. Y más tratándose de símbolos.
Al otro lado de la vorágine informativa mi hija juega al ahorcado. Me pide que adivine la palabra que ha pensado. La sonrío, empiezo con la letra "L" y cierro el texto para volver a lo cotidiano.

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