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miércoles, 26 de noviembre de 2008

YO ME ACUERDO DE LAS CIANOBACTERIAS - CAPÍTULO 3 - METAMORFOSIS


III.

Que lloviese durante diez días seguidos fue recibido en aquellos tiempos de sequía con un deleite fuera de lo común. La gente estaba que se subía por las paredes, alborotaba, caminaba bajo la espesa cortina de agua con la impudicia del que recibe un regalo anhelado desde siempre. Muchos prescindieron de los paraguas. Algunos otros fomentaron la costumbre de dejar por un instante sus parapetos y permitir que aquel líquido terso resbalara sobre los rostros, escapara zigzagueante hacia las comisuras de los labios.

Para la hija del bibliotecario todo aquello resultaba de lo más curioso. En aquellos días su padre la sorprendía a menudo mientras observaba la lluvia desde de la ventana, extasiada por aquella maravilla, o al sacar las manitas por entre los barrotes del balcón para sentir la mojadura palpitante sobre la piel.

-A tu madre le hubiera gustado verte así de alegre- le decía entonces su padre abrazándola con una fuerza emocionada, algo que una niña de cinco años como ella no acertaba todavía a comprender, pero que de todos modos le gustaba. Después el padre le explicaba el ciclo del agua, y ella se convertía en una gota de agua que caía desde las blandas nubes para unirse con sus amigas en un río largo largo que corriendo corriendo viajaba por el mundo y fluía hasta el mar, algo así como un charco inmenso, desde donde luego se iba volando de nuevo al cielo para viajar, qué blandura tan bonita, sentada en su rincón algodonoso de nube. Aquel cuento le parecía tan divertido que insistía todas las noches a su padre para que se lo repitiera de nuevo, una y otra vez, hasta quedarse dormida.

Una tarde quiso comprobar si aquellas gotas solitarias podían juntarse de verdad como pasaba con el agua del grifo, así que cogió una jarrita de plástico de la cocina y se la llevó a la terraza del balcón, dejándola allí un ratito. Cuando volvió a por ella se dio cuenta de que sí, de que las gotas amigas se querían tanto que se habían unido todas en la jarra muy apiñadas, así que se quedó tan contenta que se las llevó a su habitación.

Cuando el bibliotecario apagó la luz del cuarto aquella noche se sorprendió al comprobar el extraño fulgor verdoso que se desprendía de la jarra. Se asomó inquieto a la ventana y descubrió que en mitad de la noche las gotas de lluvia brillaban como pavesas iridiscentes que caían a plomo en vez de elevarse, disolviéndose con estrépito en luminosos charcos que se disgregaban sobre los adoquines empapados de la calzada. Se fue intranquilo a la cama pero no tuvo demasiado tiempo para preocuparse. A la mañana siguiente había dejado de llover y el sol volvía a deslumbrar en el cielo, así que pronto se olvidó de todo.

La vida parecía recobrar su normalidad después de aquella temporada de lluvias. Las gentes retomaron su aspecto taciturno y despistado. La hija del bibliotecario volvió a aburrirse como una ostra, si es que las ostras se aburren. Estaba harta de hojear aquel ejemplar de Alicia para niños que su padre le trajo la mañana en que cesó la lluvia y odiaba aquellos dibujos, que en el fondo le daban miedo. Sólo le gustaba el episodio en el que Alicia se hacía tan grande tan grande tan grande que ocupaba todo el espacio de la casa. Le divertía aquella llorona, haciéndose luego tan pequeña tan pequeña tan pequeña que tenía que nadar en un mar creado por sus propias lágrimas. Qué cuento tan raro, pensaba. Pero al fin y al cabo la mente de los niños es tan ávida que pronto se interesó por cualquier otra cosa y se olvidó de la otra Alicia, y también de la jarra.

Por eso no comprendió la noche en que su padre, con un gesto de repugnancia, se llevó el recipiente a la cocina. Ella sólo vio, junto al cerco que había quedado en la mesilla, un gusanito verde que le saludaba sonriente. Le resultó tan simpático que decidió esconderlo en una cajita de cartón y dejarlo encima del cuento. Al despertar por la mañana no encontró ni la cajita ni el libro. En su lugar sólo vio una oruga de medio metro que también le saludaba sonriente. Ella gritó y su padre llegó a tiempo para arrojar la oruga por la ventana. Lo que desde allí vieron les horrorizó. Cumplida la metamorfosis, las aceras estaban cubiertas por aquel extraño ejercito reptante que se arrastraba sin pausa. Las orugas gigantes lo ocupaban todo. Algunas, empujadas por su voracidad, comenzaron a subirse por las paredes, amenazando a los vecinos asomados a los balcones. El bibliotecario cogió en brazos a su hija y salió a la calle lo más rápido que pudo. No sabía que hacer, así que intentó sobreponerse a la sensación que suponía caminar sobre aquel suelo escurridizo y se dirigió lo más rápido que pudo hacia la biblioteca.

-¡Mis libros! ¡Oh, mis libros!

Esto fue lo único que el bibliotecario acertó a decir cuando, al llegar a sus queridas estanterías las encontró repletas de esos asquerosos bichos, que se atiborraban de buena gana con las obras completas del Proust. Aquellas bestias engullían sin piedad. Le pareció una farsa monumental, sintió como si el cerebro se le carcomiera ante la inminente destrucción de la palabra. Enloquecido, aquel hombre arrancó de las fauces de uno de esos monstruos lo que quedaba de Por el camino de Swann, tomó de la sala de limpieza una botella de alcohol, arrancó algunas páginas y las utilizó como mecha de un improvisado cóctel incendiario que arrojó, sin percatarse del peligro al que estaba exponiéndose, sobre el multitudinario banquete literario. De alguna manera aquellas criaturas no eran inmunes al fuego, porque en poco tiempo la sala se vio envuelta en llamas, aullidos de terror y olor a chamusquina. El bibliotecario sacó de allí a su hija como pudo, la dejó en los brazos de un funcionario que pasaba por allí despavorido y volvió a entrar en aquel infierno con el propósito de recuperar alguno de sus más preciados tesoros. Ella no lo volvió a ver nunca más.

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