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jueves, 11 de octubre de 2018

ESTA NOCHE EN SAMARKANDA


Además de ser aquel fantástico guionista que trabajó en distintas ocasiones con Luis Buñuel o que adaptó para el cine grandes historias como El tambor de hojalata de Günter Grass o La insoportable levedad del ser de Milan Kundera, Jean-Claude Carrière se dedicó también a recopilar numerosos relatos, leyendas y cuentos tradicionales de distintas culturas y épocas. Con todo el material recogido construyó El círculo de los mentirosos: cuentos filosóficos del mundo entero (1998), una antología que se ha convertido en un clásico. 
Mi contacto con el texto tuvo lugar a principios del milenio, cuando nuestro tutor de Realización Audiovisual nos lo incluyó como lectura obligatoria de su programa. Fue una grata e inesperada sorpresa encontrar esa forma de contar historias en un contexto tan aparentemente distinto al de la literatura, aunque, como muy pronto descubrí, las diferencias nunca fueron tan grandes.
En fin, que de entre todos aquellos relatos variadísimos siempre recuerdo "Esta noche en Samarkanda", una verdadera, breve y efectiva reflexión sobre el destino que ahora os dejo aquí:   

La historia más célebre que se refiere a la muerte es de origen persa. Así la cuenta Farid ud-Din Attar.

Una mañana, el califa de una gran ciudad vio que su primer visir se presentaba ante él en un estado de gran agitación. Le preguntó por la razón de aquella aparente inquietud y el visir le dijo:

—Te lo suplico, deja que me vaya de la ciudad hoy mismo.

—¿Por qué?

—Esta mañana, al cruzar la plaza para venir a palacio, he notado un golpe en el hombro. Me he vuelto y he visto a la muerte mirándome fijamente.

—¿La muerte?

—Sí, la muerte. La he reconocido, toda vestida de negro con un chai rojo. Allí estaba, y me miraba para asustarme. Porque me busca, estoy seguro. Deja que me vaya de la ciudad ahora mismo. Cogeré mi mejor caballo y esta noche puedo llegar a Samarkanda.

—¿De verdad que era la muerte? ¿Estás seguro?

—Totalmente. La he visto como te veo a ti. Estoy seguro de que eres tu y estoy seguro de que era ella. Deja que me vaya, te lo ruego.

El califa, que sentía un gran afecto por su visir, lo dejó partir. El hombre regresó a su morada, ensilló el mejor de sus caballos y, en dirección a Samarkanda, atravesó al galope una de las puertas de la ciudad.

Un instante después el califa, a quien atormentaba un pensamiento secreto, decidió disfrazarse, como hacía a veces, y salir de su palacio. Solo, fue hasta la gran plaza, rodeado por los ruidos del mercado, buscó a la muerte con la mirada y la vio, la reconoció. El visir no se había equivocado lo más mínimo. Ciertamente era la muerte, alta y delgada, vestida de negro, con el rostro medio cubierto por un chai rojo de algodón. Iba por el mercado de grupo en grupo sin que nadie se fijase en ella, rozando con el dedo el hombro de un hombre que preparaba su puesto, tocando el brazo de una mujer cargada de menta, esquivando a un niño que corría hacia ella.
El califa se dirigió hacia la muerte. Esta, a pesar del disfraz, lo reconoció al instante y se inclinó en señal de respeto.

—Tengo que hacerte una pregunta —le dijo el califa en voz baja.

—Te escucho.

—Mi primer visir es todavía un hombre joven, saludable, eficaz y probablemente honrado. Entonces, ¿por qué esta mañana cuando él venía a palacio, lo has tocado y asustado? ¿Por qué lo has mirado con aire amenazante?
La muerte pareció ligeramente sorprendida y contestó al califa:

—No quería asustarlo. No lo he mirado con aire amenazante. Sencillamente, cuando por casualidad hemos chocado y lo he reconocido, no he podido ocultar mi sorpresa, que él ha debido tomar como una amenaza.

—¿Por qué sorpresa? —preguntó el califa.

—Porque —contestó la muerte— no esperaba verlo aquí. Tengo una cita con él esta noche en Samarkanda.

Recopilado en CARRIÈRE, JEAN-CLAUDE, El círculo de los mentirosos. Cuentos filosóficos del mundo entero, (Trad. Néstor Busquets) Barcelona, Lumen, 2008. 

viernes, 2 de marzo de 2018

TRAS LOS MONTES, EL VIAJE POR ESPAÑA DE THÉOPHILE GAUTIER


Hubo un tiempo en que vividores, poetas y artistas de la Europa del norte se empeñaron en dejarse caer hacia el sur para merodear extasiados entre las ruinas de otra época, cuando viajar seguía siendo una aventura y un signo de distinción social, un rito de aprendizaje y un último salto al vacío antes de sentar la cabeza, una revolución pautada y a la vez un riesgo indefinido. Cada cual vivía el Grand Tour a su manera: en el sol, en la Historia, en la belleza de las mujeres del sur, en el Parnaso, en la ebriedad proverbial de las tabernas...
Grecia, Roma, Italia entera, Egipto, y también España se convirtieron en objetos de peregrinación para estos jóvenes mistificadores dispuestos a recorrer el mundo con la cabeza llena de tópicos románticos y prejuicios aprehendidos en los libros. Es posible que el hecho de que todavía nos vean por ahí como toreros comedores de ajo venga de esa época de viaje y posterior crónica. 
Si os fijáis en la imagen que encabeza esta entrada podréis comprobar el aspecto que tenía el prolífico poeta, dramaturgo, y crítico francés Théophile Gautier cuando en 1840, con veintinueve tiernos años, decidió darse una vuelta de seis meses por la Península Ibérica en calidad de periodista y fotógrafo, acompañado por el coleccionista de arte Eugene Piot, en un recorrido que arranca en el Bidasoa y culmina en la costa catalana tras las huellas del Romancero, de Don Quijote, o del Lazarillo de Tormes, de Ribera, de Goya, pero también de Victor Hugo, de Merimeé o de Musset. 



La crónica del viaje está compuesta por una serie de artículos que fueron publicados en formato de libro en 1843 bajo el título de Tras los montes (Tra los montes) y reeditados en 1845 con el nombre definitivo de Voyage en Espagne. Enamorado de Granada, de la fiesta y de las mujeres españolas, Gautier compone un relato fresco y ameno, no exento de tópicos como el de la afición a los toros o el calor insoportable, pero que se lee con auténtico deleite gracias al tono acertado y mordaz que el poeta imprime ante lo que experimenta y descubre en el camino. Por ejemplo, a propósito de su estancia en Madrid, Gautier se apresura a narrar una tarde cualquiera en el paseo del Prado y describe de esta manera a las mujeres madrileñas ("En España hay rubias"), las cuales le sorprenden gratamente más allá de la mantilla, única prenda propiamente española...

El Prado ofrece un golpe de vista animadísimo, y como paseo es, desde luego, uno de los más bellos del mundo, principalmente por la afluencia de gente que por él circula todas las tardes de siete y media a diez. El sitio, sin embargo, es muy vulgar a pesar de los esfuerzos de Carlos III por embellecerlo. En el Prado se ven pocas mujeres con sombrero; sólo van con mantilla. Y yo creía que la mantilla española era una ficción en las novelas de Creval de Charlemagne, pero ahora veo que son verdad; suelen ser de encaje blanco o negro, más frecuente negro y se adhieren a la parte posterior de la cabeza sobre la peineta; el tocado lo complementan unas flores a los lados de la frente, adorno que resulta encantador. Con una mantilla, una mujer que no resulte bonita tiene que ser más fea que las virtudes teologales. La mantilla es la única prenda de la mujer verdaderamente española. Lo demás sigue la moda francesa. El traje tradicional es el más adecuado para el carácter y costumbres de las españolas. Ahora tiene una pretensión de parisianismo que el abanico corrige en gran parte. Todavía no he visto una mujer sin abanico en este país; las he visto que llevaban zapatos de raso sin medias, pero no sin abanico; el abanico las acompaña a todas partes, incluso a las iglesias, donde se ven mujeres sentadas o arrodilladas, viejas o jóvenes, que rezan y se abanican con fervor santiguándose de vez en cuando, según uso español: rápido y preciso, digno de soldados prusianos y mucho más complicado que el nuestro. En Francia se desconoce por completo el arte del abanico.

Las españolas lo realizan a maravilla. Entre sus manos juega, se abre y se cierra con tal viveza y velocidad que no lo haría mejor un prestidigitador. Hay magníficas colecciones de abanicos. Recuerdo una que constaba de más de cien de diferentes clases; los había de todos los países y de todos los tiempos; de marfil, de nácar, de sándalo, de lentejuelas, con acuarelas de la época de Luis XIV y de Luis XV, de papel de arroz, del Japón y de la China. Algunos cuajados de rubíes, de diamantes y de piedras preciosas mostraban, además, buen gusto en su lujo y justificaban esta manía del abanico, que es encantadora para una mujer bonita. Los abanicos, al abrirse y cerrarse, producen una especie de rumor, que constantemente repetido compone una nota flotante en todo el Paseo, que para el oído francés constituye un ruido original. Cuando una mujer se encuentra a algún conocido le hace una seña con el abanico al mismo tiempo que le dice la palabra abur

Ahora es preciso que digamos algo de las bellezas españolas. Lo que nosotros consideramos en Francia como el tipo español no existe en España, o por lo menos, yo no lo he visto. Al hablar de mantilla y mujer nos imaginamos un rostro largo y pálido de grandes ojos negros, con curvas y finas cejas de terciopelo, nariz un poco arqueada y labios rojos como una granada; todo ello con un tono cálido y dorado, semejante al que alude aquel romance: Elle est jaune comme une orange.

Este tipo es más bien árabe que español. Las madrileñas son encantadoras, en toda la amplitud de la palabra; de cada cuatro, tres son bonitas; pero no responden a la imagen que nosotros podemos formar. Son pequeñas, lindas y bien formadas; frágiles de cintura, pie diminuto y hermoso pecho; pero la piel es demasiado blanca; los rasgos, por delicados, se acentúan poco; los labios, en forma de corazón, dan al conjunto una similitud con los retratos característicos de la época Regencia. Muchas tienen el pelo castaño claro y no es difícil, al dar un par de vueltas por el Prado, encontrar siete u ocho clases de rubias, de todos los matices, desde el rubio grisáceo al rojo fuerte, el rojo de la barba de Carlos V. En España hay rubias; sería erróneo no creerlo así. También abundan los ojos azules; pero gustan menos que los negros.

Nos costó cierto trabajo acostumbrarnos a ver mujeres escotadas como para ir a un baile, con los brazos desnudos, zapatos de raso, el abanico y las flores. Y más, verlas así en un sitio público, paseándose sin dar el brazo a ningún hombre; aquí esto no es costumbre, a no tratarse de un pariente cercano o del marido. Se contentan solamente con ir a su lado, al menos durante el día, pues de noche parece que la etiqueta es menos rigurosa, particularmente con los extranjeros que no pueden conocerla muy bien...


GAULTIER, THÉOPHILE,
Tras los montes, Viaje a España, Cap. VIII. 

viernes, 2 de febrero de 2018

EL HAMBRE ESTÁ EN EL PAN DE CADA DÍA


El hambre sabe al pan de cada día,
la mano que gobierna está cautiva,
el sueño se diluye en la alegría,
la luz nace en el ojo del que mira,
la voz baila en el labio de la huida,
la luna reflejada en la caricia,
la rosa se marchita en la mejilla,
el surco que has llenado con tu tinta,
el cielo que atardece las mentiras,
la vida está muriéndose de risa,
la sombra se desliza en la sombrilla,
la duda está en la noche concedida,
la carga que soporta quien camina,
la tierra que se rompe en la caída,
la llama que me abraza posesiva,
el viento que no fluye ni se hincha,
el mar que me atraviesa,
el mar que me atraviesa,
el mar que me atraviesa la escotilla,
el tiempo que en su vuelo me aniquila,
el niño que olvidó la pesadilla,
la esfera que dibuja tu sonrisa,
la madre que no pudo con la herida,
la sangre que destruye la cuchilla,
la ola va arrastrando las cenizas,
la arruga de la piel desguarnecida,
el cuerpo que responde a la injusticia,
el hambre, el hambre, el hambre,
el hambre está en el pan,
el hambre está en el pan de cada día.

Morales, L.