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martes, 24 de septiembre de 2019

LA IMAGEN DEL VERANO (SIETE)


Hacía tanto tiempo que no publicaba mi imagen del verano que casi lo había olvidado. Sin embargo todo se ha puesto de acuerdo esta mañana para devolverme a las antiguas rutinas. El comienzo del otoño, un poco de tiempo libre, un móvil que no duda en avisarme de que ya tiene el vientre lleno, un rato perdido entre memes y GIFs animados, el dedo empeñado en borrar y borrar y borrar, y de pronto ahí están, sí, descubro que ahí están todavía las imágenes del viejo agosto. Y entonces vuelvo a viajar de nuevo durante un par de minutos. Con los míos. Hacia ese norte de frontera imaginaria otra vez, ese destino que cada año me gusta más.

Revisando las fotografías me doy cuenta de que ha sido un verano muy animal. Escarabajos voladores en el cabo Matxitxako, patos y roedores en la orilla del río Baztán, en la brumosa Elizondo, arañas y mariposas espectaculares en Zugarramurdi, lagartijas al sol, perros bañándose en los arroyos, vacas rumiando por los prados, ovejas echándose la siesta, burros dando rienda suelta a sus placeres, escarabajos dorados y garrapatas americanas bajo los helechos que pueblan el entorno de la cascada del Xorroxin... y, al otro lado de la frontera, gatos huidizos en Ainhoa, nubes de crisopas al caer la tarde de Lescar, carpas en Pau, salamandras nocturnas atraídas por la luz de las farolas o camufladas en los muros de Carcassonne, y estorninos anidando al pie de las murallas, y gatos rollizos merodeando entre las terrazas de los restaurantes, y también castores nadando en el Aude, el río que divide (o une) la bastida y la antigua ciudadela de cuento reconstruida por el arquitecto Viollet-le-Duc, sí, el mismo que construyó las gárgolas de Notre-Dame de París... y más mariposas en la cátara Lastours, y gaviotas planeadoras esperando su botín al caer la tarde en la playa de Narbona. Animales, animales por doquier, de todo tipo y pelaje, animales fantásticos totalmente reales, que es lo que toca cuando la naturaleza explota en verde y agua y norte, de un mar a otro, en los Pirineos.

Por eso no he tenido muchas dudas en cuanto a la foto elegida. Una foto animal. Imaginaos un rebaño de quince o veinte pequeños pottoka (caballitos) sueltos en mitad del campo, moviéndose con total libertad, pastando en el abundante yerbazal o atravesando la estrecha carretera que lleva a las inmediaciones del Infernuko Errota (Molino del Infierno) para beber agua en alguna charca cercana. Imaginaos a este bello ejemplar, una yegua blanca de largas crines, hondo vientre y músculos templados detenida en la mitad de la calzada, pensativa, no se sabe si esperando lo que viene o preparándose para continuar su camino por aquella lengua de asfalto creada por el hombre... La realidad es que su potrillo estuvo un buen rato persiguiéndome y ella no dudó en marcar su territorio. Ya más tranquila, tomó la carretera, se dejó fotografiar de esta guisa y luego se perdió en el horizonte prolongando el punto de fuga con un trote ligero. Aquí os la dejo.

lunes, 16 de septiembre de 2019

LLUVIA



Hazme pálido regazo donde espera el mundo,
tenue servidumbre restañada nunca a tiempo,
para morderte certero verbo solo hazme,
voz que fosforesce incolora de albor, lágrima leve.

Olvidado por los hombres goza el ciego amante,
tacto sin cesura satisface los sentidos,
su oleaje duradero al mar que confunde sombras,
hilo de sal en un labio que mi piel descabala.

Blando líquido perfecto luego se desliza,
augur que la noche subyugase al abrazo
ante la nada, enreda el pétreo abismo
que sin nombre yace en la palma de la mano.

Hazme pálido regazo, verbo solo hazme.

MORALES, L.

jueves, 25 de julio de 2019

LA MUERTE DEL REPLICANTE



Uno de esos iconos surgidos del cine en el último tramo del siglo XX es sin duda este primer plano de Roy Batty, el replicante Nexus 6, en el que baja la cabeza empapada por la persistente lluvia. Es hora de morir, cierra el replicante el speech tan recordado mientras la vida se diluye. Un personaje tremendo, este disidente que trata de escapar a su destino en el Blade Runner (1982) que dirigió Ridley Scott partiendo de Do Androids Dream of Electric Sheep? / ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968), la novela de Philip K. Dick. Tremendo, este androide casi humano.

Recuerdo haberme visto capturado por la estética noir de la película durante mucho tiempo: la ciudad distópica, un sueño en color de Fritz Lang, la lluvia oscura, las luces, el humo, una tecnología barroca, si se quiere, y esa atmósfera cyberpunk preapocalíptica que se desprende en cada una de las proyecciones arquitectónicas o se hunde en el fango melancólico como la muchedumbre que camina entre los puestos callejeros atestados. Para los que amamos este tipo de cine la estética de Blade Runner no ha envejecido en un visionado contemporáneo, desde luego. E incluso muchos nos atreveríamos a asegurar que la película de Ridley Scott ha marcado el camino para todo lo que ha ido viniendo después. Pero detrás de toda esa cortina de belleza y fealdad subyace una gran historia.

Asistíamos entonces a la ascensión como actor de Harrison Ford, curtido en la piel de Rick Deckard, el agente perseguidor. Y sin duda nos habíamos dejado llevar por la empatía (nunca mejor dicho) hacia su papel protagonista. Centrados sobre Deckard de una manera del todo lícita se hizo posible y casi necesario que viéramos Blade Runner como una película convencional de ciencia-ficción en la que el bien y el mal se enfrentaban una vez más. Me recuerdo a mí mismo así, deseando que Deckard cumpliera su misión, que Rachael (Sean Young) no fuera una replicante, que el mismo Deckard tampoco lo fuera, y que aquellos que habían sido concebidos en el papel de antagonista, los malos de la película, acabaran derrotados...

Sin embargo todo cambió cuando desplazamos el punto de vista y nos pusimos en el lado de los que huyen. Así es. En Blade Runner los replicantes son desarrollos biomecánicos de la Tyrell Corporation que apenas pueden distinguirse de los humanos. Solo los diferencia la falta de empatía, detectable a través del test Voight-Kampff. Pero incluso esta prueba empieza a quedarse obsoleta. Los nuevos modelos son casi perfectos, reciben distintas implantaciones de recuerdos, y están muy cerca de "sentir". Su problema está en su caducidad. La esperanza de vida de los replicantes es de cuatro años. La huida de algunos de ellos está propiciada por la percepción de ese final que se aproxima. En realidad no huyen, sino que corren hacia su creador para buscar un método de supervivencia o una explicación. Y en el camino dejan víctimas. Rompen la baraja. Matan al padre. Como haría cualquiera en una situación límite. Al querer sobrevivir demuestran de una manera fehaciente su lado "humano" y convierten por contraste a los perseguidores en unos meros instrumentos de limpieza que el sistema necesita para mantenerse en pie. Los replicantes son así una metáfora de nosotros mismos, de nuestro instinto de supervivencia en un mundo cada vez más deshumanizado y hostil, de nuestro sueño de libertad en definitiva.

Año 2019. La muerte de Rutger Hauer ha vuelto a revivir esa otra muerte de cine, la de Roy Batty, el replicante Nexus 6 que fagocitó la propia imagen del actor para siempre. Hasta tal punto puede arrastrarte el mito. No sé si Hauer renegó alguna vez del personaje que le dio todo a cambio de su rostro, de su piel. Lo cierto es que fue esencial para construir un replicante inquietante, contradictorio y profundo, que en el último momento se demuestra paradójicamente mucho más complejo y vivo que, por ejemplo, el agente Deckard. Dicen que las últimas palabras de Roy Batty son fruto de una improvisación inspiradísima de Rutger Hauer. Mistificación o no, me gusta creer que sí. Ahora que Rutger Hauer ha muerto se cierra el círculo. El replicante afloja los brazos y deja que la paloma escape con un torpe batir de alas. Baja la cabeza empapada por la persistente lluvia. Tal vez una lágrima. Es hora de morir.

martes, 16 de abril de 2019

NOTRE-DAME DE PARÍS Y EL ESTUPOR


La cubierta de Notre-Dame de París arde y de repente nuestros devenires cotidianos se ven interrumpidos por inesperados mensajes de Whatsapp. La cubierta de Notre-Dame arde. Las redes arden. Los móviles arden. Una aguja de madera y plomo de noventa metros de altura y quinientas toneladas de peso se deshace como si fuera de papel, desde distintos ángulos, una y otra vez ante nuestras miradas incrédulas. Vídeos que tiemblan en vertical, fotografías de amplio dramatismo acentuado con la caída de la noche, alta y baja resolución, curiosidad entristecida al otro lado del río. Vivir en directo el acontecimiento como si estuviéramos allí mismo, testigos apostados detrás de las pantallas. Los turistas se agolpan dispositivo en ristre para inmortalizar la calamidad del edificio. Algunos se llevan las manos a la cabeza. En los rostros de muchos se adivina una verdadera tristeza. También aquí.
En esta vertiginosa sucesión de momentos que nos habita, el estupor, como la felicidad, apenas dura un instante. Una reacción ante lo que no esperas. El símbolo que cae. El coloso en llamas. Acto seguido, casi sin solución de continuidad, el torrente de los datos se desparrama por todas partes. Fuego viral con millones de visualizaciones, baile en las cifras, especulación de las causas, reacciones políticas, fakes, memes, referencias literarias encontradas... los nervios retorcidos de Nuestra Señora, el infierno desatado en las alturas, los milagros de Nuestra Señora, la obviedad del tejado calcinado, el sueño de la restauración...
El estupor es, por tanto, el único momento en el que estamos solos frente al hecho desnudo. Tal vez el más puro. En el estupor caben nuestras propias experiencias en relación al símbolo universal destruido. Todo lo que sabemos, nuestros pasos en la galería, los selfies junto a las gárgolas, lo que una vez nos contaron en el colegio, lo que dibujamos, los planos que estudiamos, y los ojos de Esmeralda, o Quasimodo oteando la plaza desde las torres, una ciudad como París, y tantas lecturas y vivencias, las nuestras. Una reflexión sobre la manera de mirar las cosas. Todo lo que se quema en el mismo incendio, en un acto purificador. Un instante de vacío (y de miedo al vacío) que pronto volverá a rellenarse.
En cualquier caso, desde el horror casi siempre cabe la esperanza del ave Fénix. La cubierta de Notre-Dame de París arde como en su día se desplomaron las Torres Gemelas, como la Fenice o el Palau de la Música. Como ciudades enteras devastadas en las distintas guerras. Que luego se levantaron. En unos años las oleadas de turistas distraídos volverán a recorrer las naves de la catedral gótica más famosa del mundo. Sin duda una de las cosas que nos define es nuestra capacidad para la reconstrucción. Y más tratándose de símbolos.
Al otro lado de la vorágine informativa mi hija juega al ahorcado. Me pide que adivine la palabra que ha pensado. La sonrío, empiezo con la letra "L" y cierro el texto para volver a lo cotidiano.