Aquella mañana, tras un sueño intranquilo, míster K. el entomólogo se despertó algo sobresaltado. Al levantarse notó el habitual dolor de espalda propio del invierno. Miró el reloj y se dio un baño. Miró el reloj y tuvo tiempo para prepararse un suculento desayuno. Cuando decidió que ya era hora de marcharse a sus quehaceres diarios en la Facultad de Biología, míster K. se puso a toda prisa su traje algo raído. Había traspasado la puerta cuando retrocedió para echar un último vistazo a su terrario. Míster K. el entomólogo siempre se jactaba ante sus conocidos de aquella obra de verdadera ingeniería. Había conseguido construir un recinto dividido en tres ambientes por dos muros de metacrilato que habilitaban aquel espacio reducido. De esta manera podía conservar con vida a distintas especies simulando el hábitat natural de cada una de ellas sin alterar el de las demás. De momento se había limitado a recrear una región ártica, una selva bengalí y un acuario mediterráneo, pero muy pronto acometería la fabricación de un paisaje desértico. Míster K. sonrió satisfecho. Con esta inyección de energía salía de casa cada mañana mucho más ufano, camino de sus ocupaciones. Cuando cerró la puerta tras de sí se caló un sombrero de ala ancha, arqueó el vientre convexo y se lanzó a la calle, impulsado por sus múltiples patas.
No hay comentarios :
Publicar un comentario
Dádle voz al oráculo