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viernes, 1 de mayo de 2020

YO ME ACUERDO DE LAS CIANOBACTERIAS (RELOADED)



I. EL FUEGO

—Yo me acuerdo de las cianobacterias, de su alimentación bárbara, exterminadora, en lo más profundo de los lechos…
—Te acuerdas…
—Lechos abismales, negrura líquida en la que se disuelven los últimos glóbulos de oxígeno.
—Te acuerdas atómica…
—De los peces varados en meandros como arterias, ojos blandos sorprendidos, expulsando el hálito en cada boqueada…
—Fronterizos…
—Convulsión de atunes en la humedad de las barcazas, extraído el gancho…
—Fronterizos, una mano que no comprenden los asfixia…
—Indiferente azada que rotura la tierra, qué sencillo desmontar los laberintos fabricados por las hormigas…
—Llevar al acabamiento con un único gesto de repugnancia cualquier majestuosa catedral mortífera suspendida en el aire desde el vientre arácnido…
—Puntual, indiferente…
—Inocente…
—Provocado…
—A veces los rayos se desencadenan sobre los bosques…
—Hay troncos humeantes que en cualquier caso desconocen la razón originaria del final…
—A veces los rayos…
—Pero a veces…
—Los rayos…
—Pequeño guardabosques, las hogueras que no fueron inocentes…
—Tropiezos de la…
—Asfixia…
—Era primero que la incandescencia del cuerpo…
—La ascendencia del virus...
—La rigidez del reflejo...
—Una mano que no comprenden los asfixia…
—Dejémoslo, háblame de…
—Libros…
—¿Libros…?
—Libros en el patio del palacio imperial, una pira de libros cuyos autores guardan turno en la orilla de un estanque poblado de cocodrilos, mientras el constructor de murallas…
—Anarquistas quemando cruces y relicarios…
—Una pira de libros en Opernplatz…
—Otra vieja anécdota…
—10 de mayo de 1933, la palabra de Brecht hecha cenizas…
—La palabra de Dios hecha cenizas…
—Y la de Marx…
—Eso es historia…
—Una fila de intelectuales en Kampuchea…
—Una bandera danesa…
—Pies disidentes en el cemento que sobrevuela Mar del Plata…
—Por San Juan esos fuegos verás…
—Palabras pulverizadas, otra vez aire, nada más…
—Ya está bien…
—Tienes miedo. Déjame…
—Déjate tú de tanto escrutinio…
—Se salvó el Tirant lo Blanc…
—De dónde sacaste todo eso…
—De los libros…
—Libros, qué libros, los libros no existen…
—Ya no existen...
—Objetos del pasado…
—No nos queda pasado…
—Vivimos en el futuro…
—Ni siquiera eso… sólo el escrupuloso presente…
—Sí…
—Un triste mundo de plástico…
—Somos una generación en tránsito. Recordamos, sólo eso…
—Por lo menos eso…
—Atenta, la conversación se está volviendo inapropiada…
—Lo sé. Me acuerdo del muro que hay entre nosotros…
—Cállate, por favor. Podrían oírnos…
—Pues que nos oigan… tú también lo sabes…
—Haz como si lo hubiera olvidado…
—Eres un cobarde…
—Mira, estoy cansado, queda el resto de la noche y sí, tengo miedo. Así que apaga la luz…
—Luz, baño epiléptico de electrones…
—Por favor…
—Hay estrellas apagadas que todavía brillan en el cielo, esclavas de la imperfección del tiempo…
—Tú filosófica…
—Tú silencioso guardabosques…
—Venga, durmamos…

II. FOSFORESCENCIAS

Te parecerá despertar sobresaltada en mitad de la noche. Un rumor sordo, como la primera vez, se habrá extendido al otro lado de la ventana, inundándolo todo con su incontinencia de cascada, sacudiéndote en el duermevela. Pensarás acaso en todo lo que habías intuido, en todo lo que no debería estar sucediendo, todavía no, en este momento preciso, entonces. Notarás un sudor frío en los hombros, la rojura de los humores extendiéndose sin freno hacia la frente. Levantarás la sábana que te cubre para respirar, inquieta. Buscando a tientas el interruptor te girarás hacia tu marido, extenderás una mano temblorosa hacia su espalda, sentirás el hielo cristal. No se habrá dado cuenta, los hombres duermen tan despreocupados que… no encontrarás el maldito botón. Si pudieras despertar a tu marido, si pudieras despertarlo. Pero estarás casi segura de que sería mejor no intentarlo siquiera, no, él lo considerará con toda probabilidad una chiquillada, bobadas de una mujer que habrá vuelto de la pesadilla.
Recostada de nuevo, querrás reconciliarte con el sueño, no pensar en nada, en nadie. Aunque será imposible sustraerse al clamor que se habrá ido desplazando desde el exterior hasta tu mente. La tormenta golpeará el vidrio con insistencia. Como la primera vez, en un efecto de llamada. Como tener paralizado el sentido pero no el cuerpo, así será. Ajeno a tu voluntad, uno de los pies rozará desconsiderado el piso y se hará seguir por el otro, arrastrándote fuera de la cama. Mirarás aterrorizada sin poder atravesar las tinieblas que te estarán alejando expertas del lado en que yace tu marido y querrás gritarle a él, despierta guardabosques, despierta, entonces sí, sin llegar a conseguirlo. Movida por una extraña fuerza te desplazarás hasta la ventana, palparás la hoja bien pulimentada, pegarás el rostro a la superficie plana para mirar hacia fuera, para contemplar la oscuridad de la noche desde la todavía más profunda negrura del cuarto hermético, porque ese será el efecto, ya lo habrás comprendido, sin ningún tipo de duda sabrás que mirando a través de la dura transparencia podrás al fin ver, contemplar, en la adaptación pausada de las pupilas, en la lágrima que aún recuerda, el minúsculo fosforescer de las partículas de lluvia. Como la primera vez.

III. METAMORFOSIS

Que lloviese durante diez días seguidos fue recibido en aquellos tiempos de sequía con un deleite fuera de lo común. La gente estaba que se subía por las paredes, alborotaba, caminaba bajo la espesa cortina de agua con la impudicia del que recibe un regalo anhelado desde siempre. Muchos prescindieron de los paraguas. Algunos otros fomentaron la costumbre de dejar por un instante sus parapetos y permitir que aquel líquido terso resbalara sobre los rostros, escapara zigzagueante hacia las comisuras de los labios.

Para la hija del bibliotecario todo aquello resultaba de lo más curioso. En aquellos días su padre la sorprendía a menudo mientras observaba la lluvia desde de la ventana, extasiada por aquella maravilla, o al sacar las manitas por entre los barrotes del balcón para sentir la mojadura palpitante sobre la piel.

—A tu madre le hubiera gustado verte así de alegre— le decía entonces su padre abrazándola con una fuerza emocionada, algo que una niña de seis años como ella no acertaba todavía a comprender, pero que de todos modos le gustaba. Después el padre le explicaba el ciclo del agua, y ella se convertía en una gota de agua que caía desde las blandas nubes para unirse con sus amigas en un río largo largo que corriendo corriendo viajaba por el mundo y fluía hasta el mar, algo así como un charco inmenso, desde donde luego se iba volando de nuevo al cielo para viajar, qué blandura tan bonita, sentada en su rincón algodonoso de nube. Aquel cuento le parecía tan divertido que insistía todas las noches a su padre para que se lo repitiera de nuevo, una y otra vez, hasta quedarse dormida.

Una tarde quiso comprobar si aquellas gotas solitarias podían juntarse de verdad como pasaba con el agua del grifo, así que tomó su vaso favorito de la cocina y lo dejó en la terraza del balcón. Cuando volvió a por él supo que era cierto. Las gotas amigas se querían tanto que se habían unido todas en el vaso muy apiñadas, así que se quedó tan contenta que se las llevó a su habitación.

Cuando el bibliotecario apagó la luz del cuarto aquella noche se sorprendió al comprobar el extraño fulgor verdoso que se desprendía del vaso. Se asomó inquieto a la ventana y descubrió que en mitad de la noche las gotas de lluvia brillaban como pavesas iridiscentes que caían a plomo en vez de elevarse, disolviéndose con estrépito en luminosos charcos que se disgregaban sobre los adoquines empapados de la calzada. Se fue intranquilo a la cama pero no tuvo demasiado tiempo para preocuparse. A la mañana siguiente había dejado de llover y el sol volvía a deslumbrar en el cielo, así que pronto se olvidó de todo.

La vida parecía recobrar su normalidad después de aquella temporada de lluvias. Las gentes retomaron su aspecto taciturno y despistado. La hija del bibliotecario volvió a aburrirse como una ostra, si es que las ostras se aburren. Estaba harta de hojear aquel ejemplar de Alicia para niños que su padre le trajo la mañana en que cesó la lluvia y odiaba aquellos dibujos, que en el fondo le daban miedo. Sólo le gustaba el episodio en el que Alicia se hacía tan grande tan grande tan grande que ocupaba todo el espacio de la casa. Le divertía aquella llorona, haciéndose luego tan pequeña tan pequeña tan pequeña que tenía que nadar en un mar creado por sus propias lágrimas. Qué cuento tan raro, pensaba. Pero al fin y al cabo la mente de los niños es tan ávida que pronto se interesó por cualquier otra cosa y se olvidó de la otra Alicia, y también del vaso.

Por eso no comprendió la noche en que su padre, con un gesto de repugnancia, se llevó el recipiente a la cocina. Ella sólo vio, junto al cerco que había quedado en la mesilla, un gusanito verde que le saludaba sonriente. Le resultó tan simpático que decidió esconderlo en una cajita de cartón y dejarlo encima del cuento. Al despertar por la mañana no encontró ni la cajita ni el libro. En su lugar sólo vio una oruga de medio metro que también le saludaba sonriente. Ella gritó y su padre llegó a tiempo para arrojar la oruga por la ventana. Lo que desde allí vieron les horrorizó. Cumplida la metamorfosis, las aceras estaban cubiertas por aquel extraño ejercito reptante que se arrastraba sin pausa. Las orugas gigantes lo ocupaban todo. Algunas, empujadas por su voracidad, comenzaron a subirse por las paredes, amenazando a los vecinos asomados a los balcones. El bibliotecario cogió en brazos a su hija y salió a la calle lo más rápido que pudo. No sabía que hacer, así que intentó sobreponerse a la sensación que suponía caminar sobre aquel suelo escurridizo y se dirigió lo más rápido que pudo hacia la biblioteca.

—¡Mis libros! ¡Oh, mis libros!

Esto fue lo único que el bibliotecario acertó a decir cuando, al llegar a la parte de las estanterías las encontró asediadas por aquellos asquerosos bichos, que se atiborraban de buena gana con las obras completas del Proust. Extrañas y repugnantes criaturas que engullían sin piedad. Una forma de destrucción de la palabra que le pareció una farsa monumental. Enloquecido, arrancó de las fauces de uno de aquellos monstruos lo que quedaba de Por el camino de Swann, tomó de la sala de limpieza una botella de alcohol, arrancó algunas páginas y las utilizó como mecha de un improvisado cóctel incendiario que arrojó, sin percatarse del peligro al que estaba exponiéndose, sobre el multitudinario banquete literario. De alguna manera aquellas criaturas no eran inmunes al fuego, porque en poco tiempo la sala se vio envuelta en llamas, aullidos de terror y olor a chamusquina. El bibliotecario sacó de allí a su hija como pudo, la dejó en los brazos de un funcionario que pasaba por allí despavorido y volvió a entrar en aquel infierno con el propósito de recuperar alguno de sus más preciados tesoros. Ella no volvió a verlo nunca más.

IV. DESPIERTA, ALICIA...

Cuando amanezca, a medida que la luz del día vaya dejando de un lado a las sombras, a medida que aquella fosforescencia se convierta en un declinar viscoso, recordarás que no quedó ni un solo libro en todo el mundo, que no quedó ni un solo árbol intacto, que el papel se perdió para siempre. Recordarás el final de la plaga, cuando las orugas metamorfoseadas en desproporcionadas polillas desaparecieron sin sentido alguna noche, los infructuosos análisis científicos de los restos, el estado de alerta, los intentos de reconstrucción, la prevalencia de algunas semillas, las inesperadas consecuencias sociales que luego impusieron los políticos... Recordarás el hogar vacío en que creciste, todo lo que tuviste que aprender. Recordarás que lo que queda del conocimiento es virtual, restos de un naufragio salvado por la tecnología, palabras que ahora son una corriente en descarga y se transfieren de unos a otros a través de una pantalla más o menos plana. Tal vez volverás a verle a él, tan tímido y estirado, enamorándote. Intentarás no pensar demasiado en el hecho de que tu marido sea guardabosques, curioso nombre para una profesión que ahora sólo implicará el concepto de atención, de espera contenida ante la más que previsible amenaza. Intentarás olvidar que tú esposo ha tenido que vivir los dos últimos años lejos de ti, en lo alto de un puesto de vigilancia meteorológica. Mirarás, apoyada en la pared la cama de noventa en la que duermes, el monitor de plasma a través del cual habláis todas las noches, ahora apagado. Y al encontrar por fin el mando, al conectar el intercomunicador, tratarás de fingir cierta sorpresa al ver vacío el otro lado de la cama, al entender lo que significa que esta mañana nadie pueda susurrarte al oído un despierta, Alicia.

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