Este es el primer relato que os dejo, y evidentemente su título tiene mucho que ver con el nombre y propósito del blog. Es un relato con historia (je, je). En efecto, es largo y debéis tener paciencia. Cuando lo leí por primera vez en el Buk casi me corrieron a gorrazos. Ahora ya sabéis por qué me llaman El breve.
Así que disfrutad.
Así que disfrutad.
CAÍDA Y ASCENSIÓN DE LUIGI DANTE, GUIADO POR LAS SOMBRAS DE LA NOCHE
...e io, sol uno
m´apparecchiava a sostener la guerra
sí del cammino e sí de la pietate,
che ritrarrà la mente che non erra.
Inferno, Canto II (vv. 3-6)
Divina Commedia
DANTE ALIGHIERI
TRAD.
(;y yo solo
me disponía a sostener la guerra,
contra el camino y contra el sufrimiento
que sin errar evocará mi mente).
(;y yo solo
me disponía a sostener la guerra,
contra el camino y contra el sufrimiento
que sin errar evocará mi mente).
A mitad de camino del árbol más próximo fui abordado por la insistencia del Manu, nuestro baterista. Así es la histeria. Agitada caja de plástico, viajero en Malasaña cualquier noche. We only come out at night. A pesar de lo propicio del momento, no estaba en las mejores condiciones para ejercer como líder de los indecentes The Güelfos. Cierto pastelito ofrecido durante la cena parecía querer complicarme la existencia, de modo que escuchar de un tirón la nueva maqueta que aquel aporreador de tímpanos había elaborado con tanto fervor artesanal no era, por entonces, mi prioridad.
-¡Métete el Protools donde te… brrrrragh!
Acodado sobre una papelera huérfana sentí eclipsarse a mi estrella. Cómo imaginarme a mí mismo, culo veinteañero, terco Luigi Dante de la voz lacerada, cómo hacer propios la rutilante identidad, el esquizofrénico talento visible de los desconocidos The Güelfos mientras mi yo se vertía sobre los setos del Dos de Mayo, con el alma perdida doblándoseme a la vez que el estómago.
-¡Brrrrragh…!
Resbalé sobre la humedad de las hojas muertas mientras el majadero del Manu se marchaba con su música a otra parte. No sé entonces cuál fue el temor de mi pensamiento. Algo viraba en la cordura, sujeto a las aspas torcidas de un helicóptero. Punchdrunk. Caí en una oscuridad profunda, parecida a la muerte. Aunque pronto mis ojos se acostumbraron a juzgar lo que veían a través de los jirones de la penumbra. Un valle desolado me aguardaba a los pies, allá por donde las luces se perdían. De alguna manera encendí un cigarro y, con paso vacilante, comencé un descenso de esperpento hacia la llanura.
Mientras bajaba la empinada cuesta un riff extraordinario se levantó entre los arbustos para despertar mis sentidos. Silbé la melodía y la guitarra respondió de nuevo, dando en la continuación una promesa de alivio. Cuando aquel cuerpo decrépito, que como espectro demencial adherido al mástil de una Fender abandonaba aquella quietud, cuando aquel saco de piel y huesos quiso adelantarse entre las sombras tuve la sensación de estar hundido en las aguas turbias de un milagro.
-Escúchame, quien seas, sombra o ser vivo.
La calavera brilló en el anular de la mano derecha. Arriba, desmedida, su boca se torció con la habitual mueca sardónica. No despegó los labios, y sin embargo creí captar con claridad sus palabras.
-Hombre no soy, mas hombre fui. No recuerdo el día en que nací ni se me ocurre un jodido lugar mejor que este para palmarla. Je, je. Rockero fui, y alguna que otra canción regale a los Balas Perdidas entre juerga y juega. Pero…
Aquella sombra mudó el gesto, contrariada. Marcó un acorde de Tumbling dice y continuó.
-Tú no deberías estar aquí, pequeño bastardo. Juraría que aún no ha llegado tu hora, pero… en fin…
Me regaló una higa, se guardó los dedos y dio media vuelta dispuesto a marcharse. Tuve que esforzarme para sujetarle por el cuello de la detestable chaqueta de leopardo que llevaba puesta. Anclado en la moda de los ochenta, el individuo me miró sorprendido.
-¡Pero tú, tú eres Keith Richards!
-No me digas –aceptó sin ganas-. Get off of my cloud.
-Qué, qué coño está pasando, esto es una locura. Estoy aquí, en mitad de la nada, junto al que considero mi modelo y mi maestro. No, no lo entiendo. Mi no comprender. Debería dejar la marihuana por un tiempo. Qué pasa. Qué hacemos aquí. A dónde vamos. Y por qué te está sonando la guitarra, así, desenchufada…
-¡Eh, eh, para el carro!
Keith Richards chasqueó los dientes y se sacó una púa del bolsillo.
-No me toques demasiado los huevos, chaval. La alegoría es tuya.
Se lanzó sobre el tercer traste con destreza.
-Se supone que estás en el Infierno, ¿vale? Y ya que tanto me evocas, aquí me tienes, soplapollas, para servirte como guía.
Pescó un tic extraño en el ojo, guiño de insana perfidia.
-El Infierno –rumié-. ¿Acaso merecemos… merezco estar aquí?
Keith Richards volteó la cabeza como la niña de El Exorcista. Aquel pedazo de sátrapa leía el pensamiento.
-Oye, listillo. Tú sabrás lo que quieres, lo que has hecho. En cuanto a mí, no se si estaré vivo o muerto –se relamió-, pero esto no parece estar tan mal. Es mejor que un buen viaje. Si permaneces calladito puedo hacerte un recorrido de lo más… je, je, demoledor.
-Llévame donde quieras –le propuse, alucinando.
-¡Pse! ¡Vale! Si te va esta mierda de eternidad, sígueme.
Así comenzó pues mi descenso, amarrado a las piernas torcidas de Richards, pledging my time. Afortunado por tan grata compañía dejé atrás aquella extraña tierra. Aunque pronto empezaron a dolerme los pies, hartos de pisar tanto guijarro en punta, tanta roca de Monegros anodino. Me fijé en Keith Richards. El muy fantasma me precedía flotando sobre las piedras.
-Je, je –rió sin volverse-, te jodes.
Había vuelto a leerme el cerebelo. Señaló su mano cadavérica el límite del cielo. Luz neón azul no lejos, from dusk till dawn. No tardamos demasiado en llegar a la entrada del más extraño macroconcierto. Inferrock 05, rezaba el cartel. Alice Cooper e Iggy Pop, duelo en el escenario. The Byrds en la jaula de los leones. Talleres de rastas, tatuajes, piercing y marcas al fuego. Triple seis. Zona de pirateo. Porros, libros, tijeras, discos de Marlango para el tiro al blanco. Y en la carpa principal, rave a todas horas, invitados especiales, fumarolas, colegiales embadurnados en aceite de motor, vibrando al ritmo del highway to hell. Todo gratis.
Keith Richards se disponía a cruzar el umbral cuado percibió de golpe todas mis incertidumbres. Miró a lo alto, donde también pudo leer:
I don´t question our existence.
I just question our modern needs.
That God´s in crisis. He´s over.
Welcome to fascination street.
-¿A qué esperas para entrar? – y escupiendo algo negro en el suelo Keith Richards introdujo sus botas al otro lado de la puerta para olvidarse de mí. No tuve más remedio que correr tras él, consciente del horror en el que estaba penetrando.
Lo encontré a pocos metros de allí, parapetado sobre un sucio promontorio, tarareando una vieja canción que no llegué del todo a identificar, pues tanto era el rumor, tantas las sombras, las chupas de cuero que deambulaban sin sentido llenando de blasfemias el aire, que resultaba imposible escucharse a uno mismo, y mucho menos aún entender lo que mascullaban los demás. Sorteé aquel bosque de alaridos y crestas multicolores como pude hasta llegar al lado de mi mentor. Desde la pequeña elevación pudimos contemplar el tumulto de manotazos, los hombros destrozados por el impulso giratorio de cuerpos adrenalínicos que bandeaban como en mitad de un torbellino inabarcable.
Conmovido por aquella furia pregunté:
-Qué coño pasa ahí abajo.
Y Richards contestó sin inmutarse:
-Nada… una sesión de los Sex Pistols. El premio para los indiferentes.
-Pero, ¿qué hacen aquí?
-Tocar hasta la perpetuidad las canciones de Never Mind the Bollocks. Toda una negación del rock&roll. Je, je. Deben tener los dedos descarnados. Venga, larguémonos, estoy harto de tanto punky.
Hice caso a Keith Richards sin entender media palabra de lo que me había dicho. Seguí sus pasos cabizbajo y meditabundo, preguntándome si todo esto no era más que el fregado de mi enferma imaginación. Wicked world. Tan envuelto iba en mis propios pensamientos que estuve a punto de caer de morros en las profundidades de un lago cuyas aguas, infectas, parecían no recomendar el baño. Una colleja de Richards en el último instante me salvó del chapuzón.
-Y ahora qué…
-Resulta que tenemos que cruzar el charco para llegar a la carpa principal, colega.
Una fila de almas esperaba impaciente su turno. They´ll shit in a river. Todas se apiñaban, perplejas, ufanadas por encontrar un sitio en la marabunta. Pero cuando el excéntrico músico y productor Frank Zappa apareció vestido de mujer sobre la barca que debía llevarnos al extremo opuesto del lago fueron muchos los que se echaron hacia atrás. Atizador del flower power, Zappa volteó el remo sobre su cabeza.
-¡Ay de vosotros! – vociferaba -, no esperéis la salvación. Os llevaré a la otra orilla, donde la oscuridad, el hielo y el fuego no tienen fin.
Richards se adelantó un poco para charlar con el barquero.
-Venga Frankie, pásanos al otro lado. Ya sé que este pardillo no está muerto, pero no veo la hora de perderle de vista. Cuanto antes le deje en la carpa mejor.
Las pupilas del barbado Zappa brillaron como briznas de fuego para luego calmarse.
-Todavía me debes un par de tripis, así que hasta que no me pagues, va a ser que no.
Keith Richards me miró de reojo con fastidio, dejó la guitarra en el suelo y rebuscó, sin éxito, entre los gayumbos.
-Nada, tío, hay que joderse. No me quedan.
Así que Zappa partió sin nosotros, no sin antes hacerme estremecer con un “ya te llegará el turno”. You´ll find another soldier. Comprendí la poca gracia que este viaje le hacía al bueno de Keith, así que me dispuse a no alargar su sufrimiento. Iba proponerle que lo dejáramos, que me podía acompañar a algún lugar cercano a la realidad, que ya me las apañaría yo para salir del túnel y todo eso, cuando de repente la tierra tembló bajo nuestros pies y caí al suelo, desvanecido, extraño como aquel que sueña que está dormido.
Desperté bajo el fragor de un trueno, o al menos eso me parecieron los chirridos que la Fender de Richards descargaba ahora sobre mi oreja.
-Vamos, gandul –su dedo de calavera me tocó el entrecejo-, despierta. Ahora tendremos que coger un atajo.
Me hizo levantarme y me empujó, temerario, hacia un camino que discurría al filo del abismo.
-Baja –sugirió con insistencia.
Así nos introdujimos el ciego mundo. En medio de la oscuridad total Richards me describió lo que yo no podía ver.
-Estamos pasando por una especie de limbo, ¿entiendes?
-No.
-No entiendes nada… ¡aughh!... la hostia… perdona Charly, no te había visto…aquí todos van a trompicones. No merecen estar abajo del todo, porque eran buenos, muy buenos, pero no… hola Miles… no pueden acceder a la carpa porque, cómo explicártelo, ya estaban antes. Son parte del germen, la semilla, ¿lo coges?
-No.
-Muchas luces no tienes tú, tampoco… ¡hombre Ella!... ¿cómo te va?...
-Es que…
-Aquí están las grandes estrellas del jazz: Parker, Davis, Armstrong, Coltrane, la Fitzgerald, por supuesto, y el camarada Ray Charles, que se mueve en esta oscuridad como pez en el agua… y Nina y Thelonius y Django… y tantos otros… que en su enormidad conocieron la evolución, la subversión, la desmaterialización de la música hacia distintos derroteros…
-¿Y qué pinta aquí B.B. King?
-Lo mismo que Robert Johnson. Embriagarse con su blues de carretera. Es una pena. El primero que entró en la carpa fue ese flipado de Little Richard.
-Ahhhhh… vale.
Mi guía se dejó de cháchara y agarrándome por el brazo me llevó hacia una tenebrosa estancia. Al intentar atravesarla un sujeto vestido como Elvis nos salió al paso.
-Dónde creéis que vais –nos soltó mientras movía, ridículo, las caderas.
Richards y yo nos miramos, ya de vuelta de todo. Después de todo lo que me había estado sucediendo, supuse que aquel tipo disfrazado de Elvis era Elvis.
-Vamos a ver –me dijo-, quién eres tú, culito de melocotón.
No me produjo buenas vibraciones. Hasta llevaba la capa. El caso es que no nos dejaría pasar sin haberle contestado a su pregunta.
-¿Quién eres tú y de qué tienes miedo?
What is and what should never be. No puedo explicar lo que sucedió entonces, pero aquel estúpido embutido en un mono blanco parecía tener un poder especial que estrujó mi mente, la zarandeó en lo más recóndito y supo exprimir de ella mi más honesta confesión:
-Soy yo, Paquete, vocalista pendenciero de los impresentables The Güelfos, tengo infinidad de sueños, ambiciones, capacidades que explotar, virtudes que mostrar a los demás, talento… me comería el mundo entero… descendería a los infiernos, vendería mi alma al diablo si fuera preciso… por un pedazo de…
…y tengo miedo a no poder… a no llegar… a rendirme… acostumbrado al fracaso constante… a la indiferencia… a la derrota…
Richards tragó saliva durante el segundo eterno de silencio que sucedió a mi respuesta. Elvis se balanceó pensativo y, después de sopesar la situación, se encogió de hombros y pronunció su dictamen:
-That´s all right. Pasad, muchachos.
Lo que vimos al irrumpir en la bóveda sulfurosa que nos aguardaba más adelante podría ser definido como estupefaciente. Siluetas aladas se abatían sobre los desventurados. Un fulgor escarlata se encadenaba a los recuerdos cautivos. Bloody fortune. Las memorias incorpóreas se desprendían, gotas de agua bullente, desde el cenagoso pavimento, sumidas, esfumándose, arrastradas por la irreversible atracción del ombligo del mundo. Yo ya no tenía rostro. Sentí cerca del hombro la presencia transparente de Keith Richards. Ante mí no advertí nada. La Fender era el último lazo físico que me ataba a la realidad. Cuando las cuerdas empezaron a moverse solas al ritmo de Sympathy for the Devil la tierra volvió a regurgitar desde lo más profundo. Nuestras esencias fueron entonces absorbidas por el más oscuro de los agujeros. Black hole. I lost myself on a colder night.
Como aquel que en el sueño ha percibido algo y al despertar recupera aquella pasión que queda impresa. Recuperados los cuerpos, los alientos. En mitad de tantas vaguedades recuerdo al amenazante bicéfalo que bloqueaba el paso en el pórtico postrero: Cerbero Gallagher sacudía sus cabezas gemelas mientras el ambiente se iba cargando a consecuencia de sus apestosos eructos.
-No te preocupes, chaval.
Richards leyó por tercera y última vez mi mente. No sé cómo lo hizo, pero de pronto se sacó de la manga un par de Budweiser que agitó delante del perrazo mutante.
-Ya conoces a este –sonrió con sorna-. Más que Can Cerbero, le conocemos por aquí como Cerve-cero.
Y sin pensárselo demasiado arrojó lejos las latas, sobre las que se abalanzó, meneando alegre el rabo, nuestro entusiasta monstruo bicípite.
Traspasamos el umbral de la habitación ígnea. Los muros en llamas ceñían la escasez del aire con su mefítico soplo. En el centro de la estancia una extraña criatura enmascarada se solazaba, recostada sobre una cama redonda envuelta en seda negra. Richards hizo una genuflexión impropia de él y me obligó a repetir el gesto.
-Estás ante el Señor de los Infiernos. It´s no time for angels.
La figura se estremeció sorprendida. Luego nos indicó con una de sus uñas negras que nos acercáramos. Keith Richards me impulsó hacia los brazos de la Bestia. They say he didn´t have an enemy.
-No es nada, colega –me soltó el muy capullo-, para subir a la carpa principal tienes que pagar un precio. Es como el sello del pasaporte, la calcomanía, ¿sabes?
Lucifer me metió una pastilla en la boca y antes de que pudiera darme cuenta extendió ante mis ojos el contrato. No hace falta incidir en que la firma se realizó con sangre. Cumplimentado el trámite, aquel ser repugnante se quitó la máscara, dispuesto utilizarme para pasar un buen rato.
-Who´s bad? -, me decía la boca letal de Michael Jackson un segundo antes de desvanecerme.
Como aquel que se desprende pesadamente de las telarañas del sueño abrí los ojos, atravesados por un dolor ambiguo. Keith Richards me observaba encorvado sobre los calcañares.
-Lo has conseguido Luigi Dante –me echó una mano para incorporarme-, ahí tienes la escalera hacia el Paraíso. Stairway to heaven. Sólo tienes que subir los doce mil travesaños que te separan de la superficie.
Emocionado, le pedí que me acompañara.
-No puedo, tío –me miró con melancolía-, me he hecho tantas transfusiones de sangre que ya no soy el mismo. Anda, vete.
Fundidos en un largo abrazo, nos despedimos allí mismo. Me regaló una de sus púas, se guardó los dedos y dio media vuelta dispuesto a marcharse, como animal a una Fender pegado.
Ascendí a través del empinado tubo que me llevaba a la salida. Después de un tiempo que se me antojó interminable comencé a ver la luz al final del túnel. Al llegar al extremo superior de la escalera me di cuenta de que el paso era impedido por una de esas malditas tapas de fundición. Reuní todas mis fuerzas en un último esfuerzo hacia la libertad. El metal sonó quebradizo en aquel espacio diáfano al que emergí. Luz, sólo luz. The days are much to bright. Sobre mi cabeza desfiló la inmensidad del mundo, envuelta en la intercambiable variedad de sus rostros. En la cúspide de todas las alturas se desprendió la imagen envidiada, la rosa de perfección. Allí dispuestas se congregaban en predilecta armonía las sonrientes efigies, las almas elevadas, los ángeles suntuosos, las prestigiosas manos y lenguas de los que hicieron de la nada una leyenda: allí estaban, entre el karma y el deseo, Jimmy Page y Eric Clapton, y no muy lejos una regocijada Janis Joplin henchía sus cabellos de margaritas. ¿Van? Lou Reed y David Bowie jugaban encendidos a la rayuela mientras que Hendrix los observaba con la guitarra entre los dientes. ¿Dónde está Jim? Más arriba, Bob Marley saludaba al sol, Jeff Buckley afinaba la voz y Leonard Cohen la poesía. Alguien se largó para buscar a Van. O a Jim. En el penúltimo círculo Mick Jagger promulgaba su insatisfacción por no tener cerca de su querido Keith, pero esta era la única nota discordante en un panorama en el que Tom Waits se jugaba los cuartos con el Bob Dylan más sensato, Van, sí, Van, se desquitaba de tanta ausencia y Jim, pobre Jim, se disponía a resucitar en París un día de estos. En el centro de la rosa refulgente, vértice primerísimo, circundada por los cuatro evangelistas, residía ella. Imagina un mundo en el que George, Ringo, Paul y John ejecutaran, extáticos, la versión más etérea de Lucy in the Sky with Diamonds. Imagínate el primer motor inmóvil, la luz de la que todo surge, imagínate a Dios con su semblante, su psicodelia.
Yoko Ono me miró y de sus ojos surgió un río de sabiduría al que me aferré, impaciente de sed, caudal del que bebí hasta fundirme, confundirme en sus profundas y sosegadas aguas.
Como aquel que ha descendido a los infiernos y después ha superado el abismo sin miedo a la derrota, como aquel que ha contemplado la intensa llamarada de la vida misma recobré la conciencia esta mañana, pergeñado en la molicie del lecho, acomodado dentro de la franela dadivosa del pijama. Como aquel que ha puesto fin al coto de un tiempo perdido me he mirado en todos los espejos y he descubierto el rostro de mi padre en el mío mientras se propaga por el aire esa música de los Doors, aún remota, de la única manera en que me permito aceptarla ahora, cuando resuenan en un tocadiscos cercano los primeros y desconsiderados acordes de
The End.
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