¡Anárquico alado! ¡Soldado hermano! ¡Nómada cósmico dispuesto una vez más a deambular por el mundo! ¡Cuántas noches he muerto! ¡Cuántas horas febriles ardieron en tus labios los cuentos! La locura nos envolvía con entusiasmo en aquella búsqueda. Detrás, el simulacro. Llegamos a compartir un extraño agotamiento. A través de los intersticios horadados en los puentes se adivinaba un fulgor incontrolable. Así era el mundo que forjábamos. Por cada palabra desatendida volveríamos al infierno, a la identidad verdadera. Volveríamos, dominados por esa inocencia acostumbrada, expuestos a motivos de nombres espantosos e incompletos.
Yo ceñía océanos de hombres pretéritos con redes hiperbólicas que iban desintegrando el libro y a menudo solía volatilizarme por completo. Fabricaba, atrapado por la maraña urdida en cada velada perfecta, los lúcidos estragos de mi propia niebla.
Retrocedía siempre por las mismas calles, heredero de un rumor exhausto. Y, casi siempre, como un vulgar marinero borracho, extraviaba los atajos encarnados de la noche, percutía en los papeles arrugados del bolsillo y pensaba en ti, animal de bestiario, con la mano abierta, la humedad temprana, tal y como me imaginaba a mí mismo, y arrodillaba mi decrepitud disfrazada de inolvidable rutina.
¡Anárquico alado! ¡Soldado hermano! ¡Nómada cósmico dispuesto una vez más a deambular por el mundo! Traté de descubrir la raíz del síndrome. Era preciso romper la absurda promesa con que había desterrado la razón y doblegar aquella delirante inarmonía. Era el tiempo de decir lo nunca dicho y no volverlo a oír jamás, de retorcer ese todo hecho de nada que fluye en la deriva del silencio. Te encontré allí, menos recóndito, todavía no demasiado lejos, reivindicado por el tedio y el espejismo del veneno, loco como yo por encontrar el ritmo la farsa la letra y el secreto.
Yo ceñía océanos de hombres pretéritos con redes hiperbólicas que iban desintegrando el libro y a menudo solía volatilizarme por completo. Fabricaba, atrapado por la maraña urdida en cada velada perfecta, los lúcidos estragos de mi propia niebla.
Retrocedía siempre por las mismas calles, heredero de un rumor exhausto. Y, casi siempre, como un vulgar marinero borracho, extraviaba los atajos encarnados de la noche, percutía en los papeles arrugados del bolsillo y pensaba en ti, animal de bestiario, con la mano abierta, la humedad temprana, tal y como me imaginaba a mí mismo, y arrodillaba mi decrepitud disfrazada de inolvidable rutina.
¡Anárquico alado! ¡Soldado hermano! ¡Nómada cósmico dispuesto una vez más a deambular por el mundo! Traté de descubrir la raíz del síndrome. Era preciso romper la absurda promesa con que había desterrado la razón y doblegar aquella delirante inarmonía. Era el tiempo de decir lo nunca dicho y no volverlo a oír jamás, de retorcer ese todo hecho de nada que fluye en la deriva del silencio. Te encontré allí, menos recóndito, todavía no demasiado lejos, reivindicado por el tedio y el espejismo del veneno, loco como yo por encontrar el ritmo la farsa la letra y el secreto.
A DANIEL HERRERA.
BUEN VIAJE, AMIGO.
BUEN VIAJE.
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