LECCIÓN DE ANATOMÍA
Apostados
detrás de unos setos, Hans y yo pudimos observar sin ser vistos la culminación
del trabajo del profesor Heinrïck. Bañado por la luz de su linterna, el ataúd
desenterrado se revelaba siniestro. Heinrïck desenclavó la tapa con ayuda de
una palanca. La arrojó lejos, descubriendo el cuerpo aún fresco de una joven
que debía haber muerto hace poco. Cuando se aflojó los tirantes y procedió a
desabotonarse los pantalones supimos lo que iba a hacer.
Escuchamos los primeros ardores necrófilos del profesor sobre
aquel desdichado cadáver. Hans, divertido ante mi estupefacción, me lanzó una
de sus miradas mordaces. Luego alzó la voz.
–¡Buenas noches, profesor!
Sorprendido, Heinrïck levantó los ojos, encontrándonos tras los
setos, a unos pocos pasos de la escena.
–¡Ehhh, vosotros! –aulló–. ¿Qué diablos hacéis aquí? ¡Me las vais
a pagar todas juntas! ¡Estáis muertos, muertos!
Y se abalanzó sobre nosotros, aunque su carrera se vio dificultada
por el hecho de llevar los pantalones a la altura de la rodilla. Un impulso
erróneo propició el desafortunado tropiezo del profesor, que fue a dar con su
cabeza sobre el canto de una lápida, desplomándose en el acto.
Hans prorrumpió entonces en sonoras carcajadas. Acercándose al
cuerpo lo tocó con la punta de la bota.
–Mala suerte, profesor. La próxima vez… asegúrese bien los
pantalones… ja ja ja.
–Pero ahora qué hacemos. No podemos dejarlos aquí.
Entonces Hans cortó de un tajo su risotada y me miró pensativo.
–Tienes razón, querido –me dijo palpándose el cinturón-.
Terminemos el trabajo.
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