Diez años después.
Diez años después quiero relataros una historia de amor y de prodigios, un cuento que no tiene protagonista ni escenario, una idea sin actores, con una voz que se escucha firme y temblorosa sobre la luz de una vela, rodeada de la oscuridad acompañada, de vuestro silencio repleto de amigos, porque quiero que todos vuestros ojos sean anónimos, que vuestros oídos se entremezclen, que exista sólo un latido concentrado en esta expresión mínima que con vosotros comparto, que vosotros compartís indivisiblemente conmigo.
Diez años después quiero relataros una historia de amor y de prodigios, y no tengo ningún pudor en recurrir, para ello, a las palabras de otros, porque sin duda me siento más que nunca al otro lado de mí mismo, fuera de esta piel, de mi nombre, de mi presencia sensible, aliado en un flujo de savia incontinente que se desparrama a nuestro alrededor, envejecido mil veces en la memoria, renacido siempre por la magia del tiempo, hastiado, patético, fenomenal, enamorado, conocedor de un vínculo inmortal entre todos nosotros, de un hilo palpitante que me dice lo que soy y a dónde voy.
Por eso os digo que quiero recoger las rosas, que los molinos son gigantes, que siempre estoy en la mitad del camino de nuestra vida, que soy un juguete del destino, un insecto de lo más normal, una perla en el fantástico teatro del mundo, que soy el que soy, porque pienso, que hay infinitas formas de ser, que hay sombras infinitas, que la lluvia es una batalla de violines, que toda breve vigilia de ebriedad es santa, que hay moradas que ocupan mi castillo interior, que tal vez, como decíamos ayer, haya música en las estrellas, que vuelvo hacia Ítaca atravesando un mar del color del vino o deambulo por las calles detrás de hombres-anuncio, atravieso el planeta, naufrago en una isla, soporto un falso fusilamiento mientras recuerdo la primera vez que ví el hielo, me recupero en un sanatorio de montaña y vivo sin vivir en mi y muero porque no muero, o muero en una playa de Venecia, en una cripta de Verona, en una trinchera de Verdún, en un barranco de Granada, en una ducha de Oswiecim, en una cárcel oscura, en Comala, en Macondo, en un río de tinieblas, en una embarcación que bordea la costa amalfitana, en una habitación de Marienbad, en una calle sin salida, en una cima nepalí, en una barraca infecta, en un sueño, en una esquina, en un instante, en un tren… enamorado.
Porque en la ciudad en la que vivo ocurren el amor y los prodigios. Hace diez años. Rostros anónimos como el mío, como los vuestros, nos brindaron su amor, su belleza, se metamorfosearon en una lluvia de flores que aún continúa, en un campo de porvenir segado por la infinitud de una llamada, en mares de confeti que anegaron las conciencias, en estrellas que estallaron recomponiendo el universo. Todos ellos propiciaron la cadena de milagros. Los políticos fueron al fin, por un instante, enmudecidos, los periódicos deportivos no hablaron de deporte, los económicos no lo hicieron de economía, los cines, las tiendas, las cafeterías cerraron sus puertas, las sirenas nos invadieron con su canto, la gente corriente se abalanzó sobre ellos, quiso cuidarlos, quiso rescatarlos, quiso darse en su lugar, vertió su sangre, se sorprendió a sí misma en su gran capacidad para entregar, sin pedir nada a cambio, todo su esfuerzo, su afán, su decisión, su habilidad, su valentía.
Fue un auténtico flechazo. Hombres, mujeres y niños que jamás se habían visto se acariciaron, se besaron, se amaron. Hombres, mujeres y niños que se encontraban por vez primera averiguaron que hay algo más fuerte que el miedo, la convicción de que nadie los haría callar. Hombres, mujeres y niños que no volverían a verse nunca comprendieron para siempre lo fácil que resulta seguir viviendo, el extraño misterio asimilado, la percepción exacta del valor de las cosas.
Luego llegaron los símbolos. Las televisiones cumpliendo su función de interés público, la omisión de la publicidad, la oleada de aplausos ciudadanos invadiendo las calles paralizadas al mediodía, la estridencia de los cláxones que por primera vez no aturdía, la estridencia de las esquelas que por primera vez no aturdía, la estridencia de los listados, que por primera vez no aturdía. Y la lluvia, la lluvia que no mojaba, que no impidió a dos millones de paraguas caminar unidos más allá de su condición social, de su raza, de su religión, de su origen, arrancadas para siempre sus raíces de la tierra, bajo un mismo grito: ¿Quién ha sido?
Yo estuve allí y de repente todo tuvo sentido, porque supe que no existen los nombres ni las banderas, que fluyo en savia incontinente que se desparrama a nuestro alrededor, envejecido mil veces en la memoria, renacido siempre por la magia del tiempo, hastiado, patético, fenomenal, enamorado, conocedor de un vínculo inmortal entre todos nosotros, de un hilo palpitante que me dice lo que soy y a dónde voy.
Porque nazco, sueño y me enamoro en Bali, en Mombasa, en San Sebastián, en Tokio y Buenos Aires, en Bilbao, en Oklahoma, en Ryad y Tel-Aviv, en Londres, en Vigo, en Bhopal, en Génova, en Vitoria, en Córcega y Moscú, en Logroño, en Chiapas, en Ermua, en Soweto, en La Habana, en Nueva York, en Malmoe, en Irún, en Tiblisi, en Málaga, en Nasiriya, en Beasain, en Londonderry, en Palermo, en Argel, en Sevilla, en Gaza, en Bogotá, en Kabul, en Pristina, en Barakaldo, en Varsovia, en Munich, en Hiroshima y Nagasaki, en Rentería, en Santiago de Chile, en Casablanca, en Zaragoza, en Omagh, en Jerusalén, en Ondarroa, en Sarajevo, en El Cairo, en Leiza, en Bagdad, en Lasarte, en Kachemira, en Pamplona, en Managua, en Zumaia, en Kampala, en Torrevieja, en Pnom-Penh, en Estambul, en Huesca, en Puerto Príncipe, en Washington, en Vic, en Cali, en Oslo, en Beirut, en Valencia, en Bakuba, en Durango, en París, en Timisoara, en Hernani, en Caracas, en Belfast, en Burgos, en Malabo, en Cisjordania, en Barcelona, en Chicago, en Dubrovnik, en Santander, en Lockerbie, en La Paz, en Bombay, en Mogadiscio, en Manila, en Toulon, en Benidorm, en Lima, en Timor, en Teherán, en Cartagena, en Londres, en Jartum, en Diwaniya, en Amberes… en Madrid.
El jueves, a las 7:39 de la mañana, mi hermana estaba en un tren que esperaba su salida en la estación de Atocha. Creyó que otro tren había chocado con el suyo, percibió el pánico en las puertas que no se abrían, sintió un extraño olor, descubrió la columna de humo, la confusión, los gritos, las primeras caras ensangrentadas. Luego corrió, corrió por las vías, siguió la carrera de los desconocidos, y lo hizo sin pararse a pensar que nunca había pisado aquella tierra extraña. ¿Pero, sabéis qué es lo peor de todo? Nadie en la familia conocía que ella había cogido ese tren.
Porque quiero que algo cambie os relato esta historia de amor y prodigios, porque quiero la memoria, os cuento diez años después este cuento reflejado en los espejos, porque estoy vivo reivindico la verdad, la generosidad de los anónimos-estrella, les abro las puertas, les miro a los ojos, los veo dormidos, llegarán tarde al trabajo, han perdido su tren.
Dirdam sàm atsug em yoh.
Ogah ol, rìer areiuq on euqnua, yoh.
Azitocran son adan odnauc, yoh.
Oviv yotse euq oñeus euqrop, yoh.
Lamron se odot euq oñeus euqrop, yoh.
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