Veinte años después vuelvo a la ensenada para resarcir un agravio. El tren atraviesa lento, inestable, las mismas colinas peladas, los mismos recodos aplastados por el sol, se yergue como un monstruo de leyenda sobre la cuadrícula de salinas que roba los espacios al mar. Por un instante me parece que el tiempo se ha detenido en este mundo de insalvables distancias, que todo fue siempre así, como es ahora, un paisaje plano y denso, un peso enorme del aire que condiciona la vida calmosa de los hombres, un desierto a la hora en que el calor instiga a la pereza y otros ardores. Pero entonces el vagón se precipita en el último túnel y me sorprendo sonriendo en medio de la oscuridad, palpando las arrugas de mi frente sudorosa, la textura accidentada de mis manos viejas. Nada se detiene, todo pasa. Cuando vuelve la luz mis ojos contemplan, deslumbrados todavía por el sol, la hilera de grúas en movimiento que se levantan desafiando al cielo allá donde antes existiera una pineda de silencios, largos costillares de jumento blindándose en acero con una voluntad clandestina. Crecer. Todo es nuevo para el ausente, ajeno él y ajeno todo para su memoria invisible, ciego recurso humano que sabe a recuerdo, a fotografía ajada y soñolienta. Quizá es por ello que me arrebujo en los bordes del chaleco y prefiero oscurecer mis pupilas en el ala del sombrero cuando la piedra invade el horizonte y esta serpiente que me engulle adelgaza el paso camino de la vieja estación.
El pie a tierra en mis zapatos blancos, valija desastrosa y pañuelo húmedo en la sien. Reconocimiento. Sigue siendo aquel lugar del que una vez partí. Era una noche de sangre y fuego entre cañaverales. Como un viento de gacelas atravesé los campos negros perseguido por sordas detonaciones que rasgaban el tiempo, como una fuerza irreversible encontré mi destino, uncido en el vagón del matadero, muerto de frío y miedo, necio y a la vez amargo al renacer con el movimiento, al presentir que en aquel tren dejaba todo de una vez y para siempre.
Mas no. Veinte años después vuelvo a la ensenada para resarcir un agravio, regreso al punto mismo del odio para reencontrarte, acodado en una historia de mis vidas que contarte, en el día a día sempiterno, rehecho en tu recuerdo cada noche, cada momento de escritura. Regreso a retomar la profundidad de tu sexo, la luz con que tu cuerpo saludaba al mío, tan tibio y modelado como el bronce, antes del infierno. Regreso a traspasar senderos, derribar paredes, voltear el tiempo, regreso para partir esta vez contigo, desde cero.
Pero, no entiendo. Las calles son distintas tras las puertas, el asfalto sedujo a las sombras, los antiguos nombres no existen, los ojos nuevos desconocen. Busco y rebusco, ando y desando sin hallar la casa baja de cáñamo, la pradera de los limoneros, la ruta que llevaba al mar a través de los riscos; parezco un vagamundo ridículo persiguiendo el horizonte de un delirio. Comprendo. Realmente todo cambia, el armazón de los años es casi perfecto. Despierto. El tren que me devuelve una segunda vez a mi destino abandonó hace ya horas aquel lugar de desencuentros. Los llanos dejan paso a crudos relieves. Miro la valija, la abro con paciencia, extraigo de ella su único contenido, este viejo diario, esta vieja historia de mis vidas que tanto ha crecido en tu recuerdo, esta gran mentira que es contar para esperarte, escribir para soñar que te la cuento. Por primera vez garabateo mi conciencia sin más máscaras, perdida de un plumazo la inocencia que quiso para mí la mente, roto el silencio de los hechos, sabiendo de una vez que ya no existes, que tú jamás sobreviviste, que nunca más pude verte, que no tuvimos la misma suerte, que tus huesos yacerán mezclados con otros en un lugar que desconozco, que el maldito número tatuado en el brazo es imborrable.
Entonces cierro este diario para siempre, lo devuelvo a la valija que lo oculta, abro la ventana de mi compartimento y lanzo la valija por los aires, para que tenga su tumba en las alturas. Viene ya otro tunel. Tomo asiento y me recuesto cómodamente. Cierro los ojos. Prefiero proyectar la oscuridad que está aquí dentro, recrearme en la violencia ensordecedora con que el tren invade la montaña, vaciarme en este abismo hasta desaparecer. No tengo nada, ni nada quiero. ¡Qué demonios importa! …si ya estoy muerto.
Mas no. Veinte años después vuelvo a la ensenada para resarcir un agravio, regreso al punto mismo del odio para reencontrarte, acodado en una historia de mis vidas que contarte, en el día a día sempiterno, rehecho en tu recuerdo cada noche, cada momento de escritura. Regreso a retomar la profundidad de tu sexo, la luz con que tu cuerpo saludaba al mío, tan tibio y modelado como el bronce, antes del infierno. Regreso a traspasar senderos, derribar paredes, voltear el tiempo, regreso para partir esta vez contigo, desde cero.
Pero, no entiendo. Las calles son distintas tras las puertas, el asfalto sedujo a las sombras, los antiguos nombres no existen, los ojos nuevos desconocen. Busco y rebusco, ando y desando sin hallar la casa baja de cáñamo, la pradera de los limoneros, la ruta que llevaba al mar a través de los riscos; parezco un vagamundo ridículo persiguiendo el horizonte de un delirio. Comprendo. Realmente todo cambia, el armazón de los años es casi perfecto. Despierto. El tren que me devuelve una segunda vez a mi destino abandonó hace ya horas aquel lugar de desencuentros. Los llanos dejan paso a crudos relieves. Miro la valija, la abro con paciencia, extraigo de ella su único contenido, este viejo diario, esta vieja historia de mis vidas que tanto ha crecido en tu recuerdo, esta gran mentira que es contar para esperarte, escribir para soñar que te la cuento. Por primera vez garabateo mi conciencia sin más máscaras, perdida de un plumazo la inocencia que quiso para mí la mente, roto el silencio de los hechos, sabiendo de una vez que ya no existes, que tú jamás sobreviviste, que nunca más pude verte, que no tuvimos la misma suerte, que tus huesos yacerán mezclados con otros en un lugar que desconozco, que el maldito número tatuado en el brazo es imborrable.
Entonces cierro este diario para siempre, lo devuelvo a la valija que lo oculta, abro la ventana de mi compartimento y lanzo la valija por los aires, para que tenga su tumba en las alturas. Viene ya otro tunel. Tomo asiento y me recuesto cómodamente. Cierro los ojos. Prefiero proyectar la oscuridad que está aquí dentro, recrearme en la violencia ensordecedora con que el tren invade la montaña, vaciarme en este abismo hasta desaparecer. No tengo nada, ni nada quiero. ¡Qué demonios importa! …si ya estoy muerto.
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