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lunes, 2 de febrero de 2009

ZOE (O LAS VISIONES DE UN POETA FRANCÉS, ROMÁNTICO Y DESTERRADO) - CAPÍTULO II (TRANSCRIPCIÓN DE LAS ÚLTIMAS NOTAS DEL DIARIO DE ALAIN DÈPUISSANT)




23 de octubre de 1887, Lorient

No puedo recordar exactamente cómo ocurrió. No puedo hacerlo, y sin embargo hay algo que me dice que fue terrible. La veo, sí, alzada ante el abismo, expresiva, enhiesta, danzando con sus pies descalzos entre el mar y la tierra. Sé que me acerco y la sostengo de nuevo, la beso, la abrazo, rehuye y se altera, se acerca y se aleja, como la marea. Está jugando.
La veo, sí, alzada al filo del abismo, danzando con la muerte, familiarizada con ella.
La veo tropezar y ya no la veo. Ha caído por el despeñadero, muy rápido, como una gota más de lluvia. ¡No, no veo desde aquí su cuerpo! La mar se la ha llevado pronto. Una gaviota extraña, rosácea, planea no muy lejos al ras de las aguas furiosas y se dirige a la escollera de las Esfinges, risco que preside la bahía. Allí va a posarse, en la más alta de las rocas, mirando al horizonte.
¡Oh, maldición!
Me sumo en un desesperado infierno. Inconsciente, empapado por la lluvia traidora, con la vida enajenada para siempre.
El largo regreso a casa fue torturador. La lluvia arreciaba con violencia, el viento amenazaba con tintes de vendaval, el cielo, que empezaba a clarear en el horizonte del océano, bramaba atemorizándome.
Escapé como pude de aquel promontorio de mal augurio; la tierra se había transformado en barro. Al llegar al camino del bosque las hayas deshojadas agitaban sus ramas sarmentosas, movidas por el viento, llorando por ella. Se me imaginaba que incluso estuvieran pidiendo venganza.
Yo intentaba correr, huir, salir de allí cuanto antes. Pero no podía hacerlo, el fango me retenía, parecía como si las hojas muertas quisieran devorarme allí mismo. La lluvia golpeaba mi espalda, el viento revolvía mi sucia cabellera. Los sonidos del bosque que se desperezaba eran para mí gritos de desesperación que requerían sangre, mi sangre tibia, roja, mortal. Porque en el delirio en el que me encontraba lo único de lo que no podía dudar -¡miserable de mí!- era de mi culpabilidad. Acusábame yo de ser el causante de aquella muerte inesperada, me decía a mí mismo que debía haber hecho algo para detener aquellos juegos perversos junto al abismo. Fue un gran desafío –pensaba yo- a las leyes de la naturaleza el hacer lo que ella hizo. Pero ¿yo?, ¿yo? ¡Oh, no puedo olvidarlo! Su imagen está firmemente grabada en mi cabeza, y es una imagen que vuelve y vuelve desde entonces para no desvanecerse jamás, sumiéndome en la más mísera condenación.
Pero por qué. ¿Acaso no se lo dije? Yo preferí el amor, ella la muerte, y esa muerte y este amor me subyugan ahora, sin dejarme vivir.
Llegué a mi casa cuando las últimas luces de la ciudad se apagaban. Amanecer bajo la lluvia.
Desde entonces llueve, sigue lloviendo aún. No he vuelto a salir a la calle desde entonces, he preferido el enclaustramiento. Encargo apenas lo indispensable para sobrevivir y sólo abro la puerta para recoger los pedidos. Sé que mis amigos estarán preocupados porque ya no acudo al café, ni saben nada de mí. Sé que no tardarán en venir a buscarme, así que he tomado la determinación de escribir estas páginas, poseído por un deseo febril de conservar lo que ya está perdido; páginas que narrarán tu historia, Zoe, páginas que preservarán el nombre que para ti inventé aquella noche malhadada, que te describirán como una danzarina de sombras chinescas.
De la confusión inicial ha surgido la luz, de las dudas ha nacido una certeza: no fui yo el culpable de tu muerte, ni tampoco creo que fuera aquello que todos llamamos destino. A veces creo, Zoe, que no tropezaste, que echaste deliberadamente un pie hacia delante, que ya en el aire brotaron de ti plumas de gaviota y tus brazos se alzaron y alas fueron, que todo tu cuerpo sufrió la metamorfosis deseada, que sólo tus ojos permanecieron inalterables.
Eres tú, Zoe, la que me diste la luz, ya te lo dije una vez, y lo haré nuevamente hasta no poder olvidarlo nunca, nunca.

27 de octubre de 1887, Lorient


He comenzado a beber peligrosamente. La pequeña bodega de vinos que instalé en el sótano comienza a verse escasa de existencias y la habitación en la que duermo desprende mefíticos efluvios etílicos. No lo entiendo, creí que había logrado establecer un control de mí mismo, pero no es así, no lo es realmente.
La embriaguez me posee y yo me oculto tras ella como si tuviera algo de lo que arrepentirme.

1 de noviembre de 1887, Lorient


Mis amigos vinieron la tarde pasada a buscarme. No hice el menor ruido; ni mucho menos les abrí la puerta. Vi cómo se marchaban contrariados, escapando a toda prisa de la lluvia. Seguramente acudirían al café. Seguramente pensarían que me había marchado con ella.

10 de noviembre de 1887, Lorient


Ya casi no deseo seguir escribiendo. Siento un vacío extraño, más allá de la ebriedad continua, un vacío en la cabeza, unos deseos terribles de no pensar.

12 de noviembre de 1887, Lorient


La llamarada inmensa de tus labios trémulos, oh Zoe, es insustituible. Tu figura me persigue, es un fantasma engreído, viene para decirme que la evasión y el olvido no son fáciles.
Sin duda me estoy volviendo loco.

13 de noviembre de 1887, Lorient


Algo me dice que un velo de oscuridad deja escondido algo de esta historia. No estoy seguro de qué es, pero sé que está ahí, y que es importante.

14 de noviembre de 1887, Lorient


Por momentos tu fantasma se hace real, Zoe. Comienza a preocuparme. He recuperado el sabor del miedo. Me asusta, lo reconozco, no sé lo que quiere. Espero que sea una alucinación.
Sus ojos me observan con un dolor inmenso.

15 de noviembre de 1887, Lorient


Estoy solo y sin embargo siento tu presencia; cada vez te acercas más, lo sé. El miedo ya es pavor, un pavor incontenible. ¿Qué te ocurre, Zoe?, ¿por qué me persigues?

20 de noviembre de 1887, Lorient


Hoy la alucinación ha desaparecido. Ayer acabé la última botella de vino, de lo que deduzco que mi estado era efecto directo de la ingestión etílica.
Ha dejado de llover, y el sol ha permitido por primera vez desde hace tiempo que sus rayos se abran paso por entre los resquicios que dejan las oscuras nubes.
Creo que he superado esta crisis, afortunadamente. Hasta me parece que esta noche saldré un momento al exterior. Tal vez vaya al café, comienzo a entumecerme aquí encerrado.
Mis manos tiemblan al escribir estas tal vez mis últimas palabras. No sé lo que será de mí. He cogido el revolver que escondía en el armario, pero creo que no me servirá de nada. Ella ha vuelto a por mí.


___________________


Fui yo. ¿Verdad? Fui yo. Yo quise el amor. Mas quise también la muerte como culminación de aquel amor tormentoso.
Te empujé y tú caíste al mar como una gota más de lluvia. Pude ver cómo caías. No te oí. Tal vez gritabas. Y, oh, perdóname, disfruté enormemente ante aquel premeditado asesinato. Quería ver en tus ojos el brillo pálido de la muerte, quería sentir que la sangre me hervía al verlo. Oh, no, no merezco perdón alguno.
Me desvanecí, caí en un profundo sopor del que no desperté hasta minutos después. Cuando lo hice lo había olvidado todo.
Acabo de llamar a la policía. Ya está dicho todo, vienen hacia aquí. Pero no esperaré a que lleguen. Estas serán mis últimas palabras. Luego callaré, callaré para siempre. He de acabar con esta perversión, con esta locura que me envuelve en tinieblas profundísimas. He de acabar con el más maldito de todos.
Estas páginas son mi último tributo a tu memoria, Zoe. Alguien las leerá. Tendrá que leerlas, las mantendré fuertemente sujetas a mi pecho cuando me vuele la cabeza.
Espero que me perdones.
Si es así, si alguien como tú ha de pudrirse en el fondo del océano, yo no me resistiré a ser pasto de los gusanos. He de pudrirme, también, bajo una fría losa de piedra.

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