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sábado, 19 de abril de 2014

MUCHOS AÑOS DESPUÉS, GARCÍA MÁRQUEZ


Borges nos advertía en una de sus más célebres Ficciones sobre la extrema infelicidad del escritor del siglo XX. En efecto, en su Pierre Menard, autor del Quijote, concluía que "componer el Quijote a principios del siglo diecisiete era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del veinte, es casi imposible". Materializada tal proeza en el relato, lo que Borges no podía suponer es que algo así habría de confirmarse en la descreída realidad contemporánea. O sí, quién sabe. El hecho es que la literatura en lengua castellana volvería a alcanzar sus más altas cotas algunos años después, desde la ya famosa periferia. En 1967 el colombiano Gabriel García Márquez publicaba ese Quijote del siglo XX, Cien años de soledad.
Con el poder de la palabra, con la convicción del que engendra un texto irrepetible, con toda su realidad y maravilla, García Márquez se inmiscuyó en la vida de sus lectores como pocos lo han hecho, a través de aquella novela total y de otras que vinieron después. Y a muchos nos dejó perplejos.
Ahora se ha ido. También él. Anoche un amigo encendió una vela en su ventana en memoria de García Márquez, y simplemente me lo comentó por todo lo que habíamos compartido hace años a raíz de la lectura de Cien años de soledad. Lector anónimo y sin pretensiones de grandeza, como muchos otros, acababa de protagonizar uno de los homenajes más hermosos que se le pueden rendir a un escritor. Muchos sintieron, sentimos sinceramente su pérdida. Esas velas que han languidecido anónimas. Lo demás sobra. 

Sin embargo quiero contar aquí, muchos años después, algo sobre mi relación con Cien años de soledad. Imaginad al joven y timorato investigador descubriendo la novela, imaginad al aspirante a juntaletras, tan europeo y español, tan cervantino cerbatana. A lo largo de aquellos cien años de soledad se me vino encima América entera con toda su rotundidad renovadora. Imagen después del íntimo destierro, voz que se desliza en desenlace sin censura, como el develamiento esclarecedor de su propia esencia se irguieron los gigantes de una tierra extraña, hermana más allá del océano. La transfiguración del hombre que huía del silencio fue así más la raíz adulta que el cambio, más la confirmación que el trasplante de un grito renegado. América resultó idéntica a sí misma. Lo que se desplazó fue la mirada de aquel que llegaba desde la libertad verbal, Quijote otra vez sobre texto nuevo, reconociéndose a pesar de los tiempos.
Nada más tentador para el joven y timorato investigador que buscar El Dorado originario en las páginas de aquella obra cumbre, el indicio de algo que presuntamente estaba ahí, oculto en los campos sembrados de palabras, la relación casi mágica con un hecho, con una frase de otra obra cumbre, cuyo descubrimiento revelara de algún modo no sólo la objetividad de una influencia sino al mismo tiempo su propia destreza como investigador para dar con ella y destapar el cofre del tesoro, desentrañarlo, descodificarlo en el acto de lectura que más puede acercar al lector hacia la naturaleza íntima de lo escrito. Aunque tal vez no fuera así. Imaginad, pronto García Márquez me dio una lección, reflexionando con humor sobre la labor de los críticos en El olor de la guayaba, esa célebre entrevista urdida por Plinio Apuleyo Mendoza:

—(…) Pero puede ocurrir también que los críticos, al contrario de los novelistas, no encuentran en los libros lo que pueden sino lo que quieren.  
Siempre hablas con mucha ironía de los críticos. ¿Por qué te disgustan tanto?
Porque en general, con una investidura de pontífices, y sin darse cuenta de que una novela como Cien años de soledad carece por completo de seriedad y está llena de señas a los amigos más íntimos, señas que sólo ellos pueden descubrir, asumen la responsabilidad de descifrar todas las adivinanzas del libro corriendo el riesgo de decir grandes tonterías.
Con todo, la labor del aspirante a crítico persistía, no pudo evitar el establecimiento de unos hilos invisibles que unían Cien años de soledad con otras obras y autores, sin tener en cuenta al propio García Márquez cuando confirmaba que su propósito al escribir esta novela era simplemente “darle una salida literaria, integral, a todas las experiencias que de algún modo me hubieran afectado durante la infancia”, quizá porque quiso creer que un autor nunca desvela del todo sus secretos y en consonancia con su fuerza creadora sigue tejiendo un velo de misterio sobre su criatura incluso cuando esta sale a la luz, deja de pertenecerle por completo y comienza a ser compartida por cada uno de sus lectores que, dependientes del contexto socio-ambiental en el que viven, aportan en sus lecturas un sinfín de múltiples y acaso nuevas interpretaciones del texto. Delirios de los que surgieron una tesina y el propósito incompleto de una tesis, pero también una forma distinta de afrontar los procesos de escritura, de lectura si se quiere, hacia una libertad formal total, exenta de viejos miedos y genuflexiones.
El camino de Cien años de soledad está jalonado por personajes locos y emprendedores, por muchachas que comen tierra y mujeres cuya belleza lleva a los hombres hacia la muerte, a los que fui encontrando en mitad del espacio mítico en el que se enmarca la novela mientras descubría que la rueda del tiempo gira en el sentido contrario al que creemos habitualmente. Nunca fue más difícil discernir los límites de realidad y ficción ni definir si la realidad es o no una convención ficticia. Acabé confundido en el juego de espejos y prismas, penetrando en el interior de las cajas chinas para descubrir que los personajes se leen a sí mismos y que tal vez García Márquez, como un día Cervantes, nos estaba envolviendo a nosotros, los lectores, dentro de su propia creación, haciéndonos partícipes junto con sus personajes del desciframiento último, incluyéndonos acaso en el interior de sus novelas, al igual que Velázquez cuando sitúa a los reyes reflejados en un espejo, atrapando irremediablemente al espectador de Las meninas.
García Márquez, como Pierre Menard, reescribió el Quijote desde el siglo XX, pero el Quijote verdadero sólo pudo escribirlo Cervantes. En cualquier caso la reescritura, sea parricidio o no, no perjudica la calidad demostrada de Cien años de soledad, sino que la revaloriza como ejemplo de reorganización de materiales y como obra de creación, a la vez que justifica la idea de modernidad trascendida de la novela cervantina. Tal vez por ello, la rueda del tiempo gira distinta y los instantes magníficos, perdidos en las páginas la novela, parecen repetirse, en la máquina de la memoria más eficaz, donde experiencia vital y lecturas se funden, aquella que radica en su en nuestro cerebro.
Ahora se ha ido. También él. Anoche un amigo encendió una vela...
Muchos años después, frente a una tortilla de patatas recién hecha, el soñador Luis Morales recordó la primera vez que un tal Gabo le mostró el hielo, y el camino, y el espejo. Muchos años después, cerró los ojos y volvió a Macondo.

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