La magdalena se hundió entre los labios, lenta, aire quebrado de espumas imprudentes, la magdalena. Déjame ver su camino. Despierta. Afuera la muchedumbre fluye. Un portugués llora detrás de la puerta. Las notas se desparraman desde los fuelles del acordeón. Miles de atajos nos ocurren en París, desde un verbo adoquinado y espiral. Tu suavidad, dedos hiriendo la arista de la almohada. Más café. Recoges las migajas desprendidas sobre el cobertor. Paladeo el recóndito dulzor del musgo que ha sido perpetrado en tu boca. Qué mañana. Una tumba en Père Laichaise, una rosa odorífera, una frase ininteligible todavía. KATA TON DAIMONA EAYTOY. Jurarías que esto ya lo habías saboreado antes. Un rumor, una mano es seda en tu cintura. El obelisco de la concordia, erguido hacia el abismo de los cielos, visto allá, lejos, desde el arquitrabe de la Madeleine. Y ahora caminas desprovista de peine, bajo el zarandeo secular de los copos, de la próspera nieve. Algunos paraguas agitan sus alas destemplados, rehuyen nuestra compañía, se demoran en el impulso fugaz del viento antes de caer, sátiros prófugos, sobre el lecho fungoso del río, allí donde la catedral se inclina. Siento acaso tu débil gemido, tan sencillo e insuperable. Podrías apoyarte para siempre en mi hombro, así, mientras tu pelo moreno ondea más y más, haciéndonos sombra. No me cabe la menor duda acerca de lo dispuesta que estarías entonces a jurar que ya habías sentido esa sensación de regusto en el estómago alguna vez.
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