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jueves, 24 de diciembre de 2009

CUENTO DE NAVIDAD (O LA ESTUPIDEZ DE ALGUNAS BUENAS IDEAS)


Tú saltaste hacia el cuadrado de luz y desmochaste, vampiro anónimo, el don de la ubicuidad. Nada impidió tu destino más allá de la suerte. La luna sin nieve proyectó tus suelas en el ladrillo. El rojo efervescente de tu refresco favorito descendió cuerpo abajo hacia el rostro impaciente. Esperaste un parto rápido, pero cuando el cosmos se fue a paseo se llevó el fórceps. Dilatación cancelada en la vagina asfáltica. Dejaste los brazos atrás, inamovibles. Tu banco protegía el décimo, eso era lo importante. La borra hormigueaba en la barbilla. El almohadón aprisionaba el miembro. Gritos para ser descubierto en esta absurda posición, pensaste. Uno, dos, tres, cuatro extremos de la misma quimera, devorándote. Estrechez. Imprudencia. Arañaste el interior de los guantes blancos. Una promesa de noche sin término. El secreto regalo de los duendes que, agazapados, acechaban el comportamiento de los hombres. La proliferación de los incautos, atiborrándose de espejos. En un rincón del desván, olvidada, agonizaba una zambomba. La lágrima fácil era en tu teoría la única virtud de las cebollas. Pero un surco acuoso buscó el fondo de cenizas. El licor prohibido junto al árbol de las almas, esperando. Regurgitaste la cena. Ahora sabías lo que significaba ser de carne y hueso. El método ideal para despejarse. Los villanos adaptaron a su jerga las formas métricas. Otros descorcharon el champán en la calle. Por ti. Tú que no pudiste transformarte. Y si tu esposa ya no durmiese. Qué ulula por encima de tus pies. Dónde desplegar las alas de la angostura. Murciélago en el pilón perfecto. Algo bloqueaba el aire en el pozo de dos bocas. Encabritada como una anguila escurridiza, tu figura desafiaba a la materia. Enorme. Gravedad. Titilaron en su escondrijo las llaves del flamante monovolumen. Una cajita envuelta con periódico. La nariz roja. Un lazo en el garaje, tapando lo imposible. Un bote con arena de la playa escondía el diamante. Egipto sobreviviría sin ti. Los parásitos abandonarían en el ocaso cualquier cuerpo. Glándulas hinchadas por el vértigo. Soportaste con distracción esta entelequia. Haz de pulmones restringidos. Borrachera neurótica. Acaso el sesgo extraviado de un loco, la risa algorítmica conquistando el intervalo. Paradisum. Guaraní. Ananga Ranga. Galufar en gíglico. Uh qué ser de ontología mítica. Je, je. Je, je, je. Cuando la tarde languidece renacen las sombras, y los oscuros tafetanes ocultan el sol. Por qué la euforia. Habías manipulado con destreza tus pasos y ahora que orbitabas en una garganta, supiste de tu indefensión. Si al menos un signo. Si se escuchara el pataleo. Si los dientes arrancaran esa barba idiota. Zumbó tu pecho y renegaste por la fatalidad de las geniales ideas. Vibraba. Última generación para descensos silenciosos. Con cámara digital incorporada. Percutía en un bolsillo profundo. Tu aleta de sardina tanteó a ciegas. Oprimiste el cuerpo contra el muro, despachurraste a los gusanos del polvo. No hubo tiempo. Saltó el contestador en la hora sexta, e imaginaste una voz desesperada grabándose en la terminal inservible. O no la imaginaste. Fluyó desde abajo, hueca, en la habitación encendida. Renovaste la esperanza, piafaste, aporreaste los altos de la rabia, donde sólo escuchaban las palomas. Nada. Un demonio emparedado. En la soledad de los fantasmas. Entregaste la cabeza, y al dejarse vencer resbaló aquel gorro grotesco. Posibilidad. Cualquier indicio. Llegaron las sirenas, los diálogos histéricos, las botas escamoteando el aire, la cacofonía de los transmisores, los pantalones sin rostro que ocultaban la evidencia. Cansancio. Rendición. No adivinaste el daño. Mudaste ya el pánico en tu postrero enroque. Palpitaste por última vez, como un pez fuera del agua. Parpadeaste hasta emular el vidrio. Vaya un deshollinador. Por la abertura superior descendió la mañana y ahí estabas, en un torrente sin retorno. Tus ojos inmóviles reflejaron un alivio. Una manita pervirtió el cuadrado de luz y recogió la tela. Los bucles flamígeros de tu hija asomaron por la rendija. Te conformaste, enamorado, con su mirada crédula, asombrada. Ella sólo vio la oscuridad. Pero de algún modo avisó a su madre. Fue suficiente. Las figuras se agolparon en la boca de la chimenea. Un policía encendió su linterna y todos gritaron horrorizados al descubrirte, falso Papa Noel, atrapado boca abajo en la evidente estrechez del tiro. Pero tu banco protegía el décimo, eso era lo importante.

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