Fotograma de Fahrenheit 451 (1966) de François Truffaut, basada en la novela homónima de Ray Bradbury.
Retomando el concepto de los hombres libro de Ray Bradbury.
He aquí pues, pasada revista, muchacho, los principales jefes de nuestro ejército literario; aquí debajo están las últimas filas de oscuros soldados, cuyos nombres sorprenden a los lectores de viejos catálogos; continúa si así lo deseas tu inspección, diviértete; aquí hay cinco o seis siglos que no piden nada mejor que dejarse hojear.
JULIO VERNE, París en el siglo XXAún queda un puñado de irreductibles. No porque estemos cercados hemos de considerarnos frágiles. Son tiempos diabólicos, complicados, en los que resulta difícil mantenerse a salvo. Sin embargo hemos sido capaces de reafirmarnos ante las adversidades y defendemos la más estricta unidad frente a un mundo fragmentario que se hunde en los fangos de la maquinación y el contubernio, sujeto a esa extraña clase de histeria colectiva. La confianza en el triunfo de la razón, la firme custodia de nuestra verdad, son, si se me permite, el mejor aval que pudiera exigirse ante una reacción tan virulenta.
Admitamos acaso que la recuperación de los crematorios no fuera una idea del todo apropiada: excesivo efectismo, demasiadas suspicacias promovidas por las emanaciones del recuerdo. Pero con aquella acción se trató en definitiva de sostener un sistema quebradizo e inmaduro que, accedemos, se encontraba herido de muerte.
No hay culpabilidades, sólo permutaciones, variables desviadas. Quienes pudieron conocernos en aquellos primeros momentos comprenderán que procedíamos movidos por un impulso esperanzado, al otro lado del fervor. Cuánta energía y efervescencia. Era… no sé… uff… esa sensación de estar encadenados a un hecho irrevocable. Con qué clarividencia habíamos debatido una y mil veces la idea. Éramos tecnócratas, no teníamos ninguna duda sobre el papel que por entonces debería representar el concepto de progreso. Sabíamos que todo iba a cambiar y, desde luego, nos apetecía entrar en el juego. Teníamos a nuestro alcance, por así decirlo, el plan perfecto, un hallazgo portentoso en las manos de un niño entusiasmado e inocente. En aquel sentimiento cándido y confiado con el que afrontábamos la decisión que iniciaría el proceso se iba a forjar, de forma precisa, la pauta de nuestro error.
Un lugar común aceptado por todos se establece en el formidable influjo que la imagen ha ejercido siempre sobre el ser humano. Nadie podrá negar que en los últimos tiempos, ayudado por el firme desarrollo de la tecnología, este culto iconográfico se había desbordado difundiéndose hasta el paroxismo. Los medios de comunicación lanzaban sus mensajes inequívocos a cualquier rincón del globo, no había fronteras, toda clase de publicidad se inmiscuía con el mayor de los éxitos en cada una de nuestras mentes a través de redes de sobra conocidas. Llenábamos nuestras casas con cachivaches electrónicos, las empapelábamos con pantallas de infinitos tamaños. La gran escala, lo universal se estaba generalizando. Algunos estudiosos empezamos a preguntarnos cuál sería el límite. Observábamos perplejos cómo los más diversos lenguajes, por economía funcional, comenzaban a tomar peculiares senderos de mezcla o abandono hacia la desintegración. Incluso el inglés dejó de ser el que era. Muy pronto fuimos conscientes del advenimiento de una nueva etapa evolutiva y de una manera casi espontánea comenzamos a organizarnos.
El primer congreso internacional de científicos que abordó en serio este debate logró un escaso eco en la opinión pública, que llegó a tacharnos de locos e incluso se atrevió a asociar nuestra propuesta con experimentos tan caducos y absurdos como el del esperanto. Pero en poco tiempo hallamos cierto apoyo moral y financiero en ciertos dirigentes que vislumbraron el sentido práctico de la teoría. Sucediéronse conferencias y estudios que fueron preparando el camino para la decisión final.
Repito que nosotros somos… éramos sólo unos tecnócratas amantes del progreso. Por eso celebramos alegres y expectantes el día en que, rodeados por todas la pompa y parafernalia posible, los representantes de las naciones anunciaron al unísono la abolición de la palabra, de la palabra escrita, para ser más exactos. Si la aparición de la escritura había marcado el nacimiento de la historia, su exterminio supondría su avance más sublime: la transmisión del conocimiento abandonaba su antigua servidumbre hacia la palabra, el cerebro humano se expresaba así sin límites, global, ajeno a los abismos de una traducción equivocada.
Resultará evidente que todo proceso necesita un periodo de transición en el que conviven dos formas de interactuar con el mundo, algo parecido a lo que sucede con un cambio de moneda. Nuestras disertaciones incidieron de manera especial en la adaptación del sistema educativo, implementando el desarrollo de la memoria. Habíamos calculado que la normalización total no se produciría hasta que los niños de las jóvenes generaciones llegasen a la mayoría de edad. Hasta ese momento de desalfabetización teníamos muy claro que habrían de sucederse situaciones de difícil arbitrio. Pero no contábamos con la impaciencia de los poderosos, poco proclives a aceptar los beneficios del nuevo escenario muchos años después, entre la decrepitud y la muerte.
Hay que aclarar que estaba permitido novelar, hacer poesía, realizar estudios técnicos y científicos de cualquier tipo, investigar y crear en definitiva. Lo que no podía permitirse era esgrimir el viejo recurso de la escritura. Primero se trató de persuadir a la gente por medio de sanciones económicas simbólicas: una pequeña multa por leer en el metro, una reprimenda administrativa si se insistía en utilizar la pizarra para desarrollar una fórmula matemática. Muy pronto se optó por cerrar las bibliotecas, eliminar la industria editorial y cancelar toda web que contuviera palabras o signos. Pero todo ello no fue suficiente para evitar que una inmensa mayoría siguiese sus costumbres de puertas para adentro.
A partir de entonces se precipitaron los hechos. Hemos de decir que, por supuesto, nos desvinculamos de las decisiones tomadas en adelante por los gobiernos. Agentes autorizados comenzaron a entrar en las casas y confiscar los libros, los periódicos, las listas de la compra. Se multiplicaron las detenciones y muy pronto las cárceles se llenaron de intelectuales que protestaban por la situación. Luego volvió el fuego. Admitamos acaso que la recuperación de los crematorios no fuera una idea del todo apropiada: excesivo efectismo, demasiadas suspicacias promovidas por las emanaciones del recuerdo. Montañas de libros ardieron. Esta fue la gota que colmó el vaso. La gente decidió resistir. Los que nunca habían leído se limitaron a contemplar el devenir de los acontecimientos, pero los otros, todos los demás… Algunos estudiosos empezamos a preguntarnos cuál sería el límite. Observábamos perplejos cómo los más diversos lenguajes, por economía funcional, comenzaban a tomar peculiares senderos de mezcla o desarrollo hacia la resurrección. Incluso el inglés volvió ser lo que era. Muy pronto fuimos conscientes del advenimiento de una nueva etapa evolutiva y de una manera casi espontánea comenzamos a organizarnos. Recurrimos a lo único que nosotros mismos habíamos dejado prosperar: la memoria. Recreamos las antiguas catacumbas, entramos a escondidas en las bibliotecas clausuradas en busca del texto perdido, fuimos asesinados, torturados para ejemplo público, aceptamos nuestra derrota, sí, hurgamos en las alcantarillas hasta encontrar los espacios clandestinos necesarios para formar a voluntarios, manipulamos sus cerebros con el único afán de resarcir nuestros errores, implantamos chips de memoria masiva, hicimos todo, todo lo que podíamos hacer.
Vosotros sois el resultado de nuestro último experimento, la baza postrera de nuestro juego. Os hemos convertido en hombres-libro para que difundáis en el mundo lo que queda de Dostoievsky, de Cervantes, de Huxley, de Li Bo y tantos otros, para que vuestra memoria encarnada en las palabras salve la historia, la ciencia, la civilización. Sois como un virus de recuerdo, el germen del que rebrotará la vida. Es la hora. Adelante. Conocemos la naturaleza áspera y cruel de este tipo de batallas. Comprendemos la ambición del enfrentamiento, la vital importancia de esta última oportunidad. Saldremos a las calles para encontrarnos. Aún quedamos un puñado de irreductibles, sí. No porque estemos cercados hemos de considerarnos frágiles.
Luis Morales Relato La estrategia hombres libro Mar de cenizas Ray Bradbury François Truffaut Fahrenheit 451 El mundo imperfecto
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