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martes, 28 de diciembre de 2010

LA ESTRELLA (RELATO RECUPERADO PARA ESTA NOCHE INOCENTE)


Por allí cerca había unos pastores que pasaban en vela y al raso las horas de la noche, guardando sus rebaños.

LUCAS, 2, 8.


Zaheridas las plantas de sus pies por las piedras del sendero, Yusef rezongaba amargamente sobre su destino mientras la noche lo envolvía con un manto de escarcha. Diminutos copos de nieve, arrastrados por los aires de levante que se habían alzado a orillas del Jordán, azotaron de improviso el lado izquierdo de su rostro, quedándose adheridos a los hilos de una barba desordenada. Interrumpió entonces su marcha Yusef y sacudióse con las dos manos las humedades que lo empapaban. Giró sobre sus pasos y acarició la cerviz de la mula que Ismael, el aguador, le había prestado para tan largo viaje.
Desfallecido por los días de camino y penurias que había soportado desde las tierras de Galilea, aquel fornido animal parecía no poder mantenerse en pie por mucho más tiempo, y ahora que por fin se había detenido, rehusaba con un gemido lastimero ante los tirones que, con indulgencia, Yusef proporcionaba a la humilde montura. Para su lomo, la más delicada de las cargas era también la más pesada. Frágil como una hoja de palma al viento, aterida por el frío, en medio del delirio que su cuerpo experimentaba ante un nuevo y desconocido dolor, la encinta María se apoyó con esfuerzo sobre los hombros de su esposo.
-Yusef –María temblaba, acuciada por los envites de la vida-, no llegaremos a tiempo a Bethelem.
Y se sintió desfallecer mientras el más atribulado de los hombres la sujetaba con fuerza.
-¡Maldito sea el censo! ¡Malditos todos los romanos!
-¡Yusef!
-Aguanta, esposa mía –su mano notó la calentura que inundaba la frente de María-, aguanta. Recuerda a los pastores que encontramos a un lado del camino, no ha mucho tiempo. ¿Ves aquella colina que asciende hacia el sur? Pues uno de ellos, un tal Zabulón, la señaló con su mano humilde diciéndome que detrás de ella, apostada en su falda, se encuentra la aldea que perseguimos con tanto ahínco. ¡Ánimo María! Pronto estaremos en Bethelem.
Pero la siempre sosegada María no pudo reprimir un grito de dolor que casi la descabalgó de la mula. Palpóse la túnica y la halló empapada.
-¡Yusef! –se aferró a su esposo, perentoria- ¡No hay tiempo! ¡Llegó su hora! ¡He roto aguas!
Entonces, desesperado, Yusef ciñó a su cintura la cuerda que guiaba al animal, tomó en brazos a María y caminó sacudido por la nieve, soportando la doble carga, buscando un lugar a cubierto en el que resguardarse del invierno, un espacio cualquiera donde ella pudiera dar a luz.
-¡Oh, Yavé –oraba en silencio Yusef, como nunca lo había hecho-, o Alto Dios, que guiaste a Tu Pueblo a través del desierto, conduce ahora los pasos de uno de Tus Hijos, permite que venga al mundo lejos de la noche y la tormenta, arropado por el calor de Tu Inmensa Misericordia, presérvalo, oh Dios Mío, para que sea bendecido bajo la Luz de Tu Nombre y crezca consagrado a enaltecer la Gloria Eterna de Tu Reino!
En estas cavilaciones estaba cuando, de pronto, un mugido surgió de entre las rocas cercanas. La mula, soliviantada, respondió con un rebuzno insólito y aceleró el paso entre los matojos, arrastrando al bueno de Yusef, que llevaba la cuerda ceñida al cuerpo. Yusef se soltó y observó cómo el animal hallaba, en un recodo entre los riscos, un abrigo lo suficientemente amplio para guarecerse de la ventisca.
Entonces Yusef sonrió alzando su mirada al cielo.
-¡Alabado seas por siempre, mi Señor!
Y siguió a la tozuda bestia hasta el interior de aquel refugio providencial. Se trataba de una especie de cobertizo que, sin duda, los pastores del lugar habían acondicionado para proteger el ganado de las lluvias. La mula corrió hacia un depósito de forraje junto al que pastaba con parsimonia el buey que, con su mugido, había señalado la existencia de aquel amparo divino. Pero no había tiempo que perder. Yusef posó a su esposa sobre el suelo de tierra, encendió un fuego con lo que pudo, apiló una gran cantidad de paja en la pared de la roca y llevó allí a María, a la que ayudó en el último trance con todo lo que sus rudas manos de carpintero podían hacer. Poco después, mientras aflojaba la tormenta, una estrella fulgurante apareció entre los resquicios de las nubes y dos llantos rasgaron la noche.
Yusef cortó el cordón con los dientes, limpió a la criatura como pudo y la envolvió en un manto seco.
-¡María, -acarició las mejillas de su esposa, rendida por el esfuerzo-, es un niño!
Ella sonrió con dulzura mientras Yusef alzaba al recién nacido sobre su cabeza y pronunciaba palabras de alabanza a Dios.
-¡Oh Yavé, he aquí a Tu Hijo!
Luego, Yusef entregó el niño a María y se ocupó de atenderla lo mejor que supo. En ello estaba cuando unos hombres con los rostros desencajados entraron en el cobertizo. Yusef, atemorizado al principio, reconoció el de Zabulón, el pastor que les había señalado el camino hacia Bethelem.
-¿Eres tú Yusef, de Bethelem, carpintero en la aldea de Nazaret, en Galilea?.
A Zabulón le temblaban las piernas.
-Sí, soy yo –contestó desconcertado Yusef. Zabulón prosiguió.
-Y, ¿es esta tu esposa, María, la que acaba de dar a luz a un niño?
Yusef, cada vez más perplejo, se acercó al pastor.
-Así es. Pero, ¿cómo sabes tú tanto sobre nuestras vidas?
Entonces Zabulón y los demás pastores cayeron al suelo y postráronse de rodillas, las lágrimas cubriéndoles los ojos, mientras Yusef no daba crédito a lo que veían los suyos.
-¡Alabado sea Dios, porque el Mesías ha sido finalmente enviado! -entonaron al unísono los pastores.
Yusef, fuera de sí, zarandeó con violencia a Zabulón.
-¿El Mesías? ¿De qué locuras estáis hablando? ¿Acaso habéis bebido?
Entonces Zabulón, movido por una fuerza invisible que lo apartó de las lágrimas, miró el rostro de Yusef y respondió:
-Has de saber, Yusef, que poco después de que vosotros continuaseis camino de Bethelem, nos disponíamos junto al fuego para dormir cuando, de pronto, un ángel del Señor se presentó ante nosotros, y la gloria del Señor nos envolvió con su luz, quedando todos sobrecogidos de espanto. Entonces el ángel alzó su voz y nos dijo:
”No tengáis miedo. Mirad, vengo a comunicaros una grata noticia que será motivo de alegría para vosotros y para todo el pueblo. Os ha nacido hoy en la ciudad de David un salvador, que es el Mesías, el Señor. Esta será la señal para reconocerlo: encontraréis a un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”.
De improviso se abrió el cielo y se dejó ver junto al ángel un ejército celestial que alababa a Dios cantando:


Gloria a Dios en las alturas
y en la tierra paz a los hombres, en quienes Dios se complace.


Cuando los ángeles volvieron al cielo, recordamos que tú, Yusef, te dirigías a Bethelem por la vertiente norte de la colina, y supusimos que la nevada os habría sorprendido antes de llegar a vuestro destino, así que decidimos buscaros por estos abrigos que, construidos con nuestras propias manos, abundan en la ladera para proteger en la tormenta a nuestras ovejas. No fue difícil encontraros. Vimos la luz que desprendía este fuego que has encendido y supimos que estaríais aquí. Sin duda hemos sido afortunados. Ahora nos postramos para adorar al Hijo de Dios.
-Pero…
Yusef, anonadado por lo que acababa de escuchar, no tuvo tiempo para protestar, porque en aquel preciso instante tres extranjeros, ataviados con magníficas y desconocidas vestiduras y cubiertos por joyas que sólo podían provenir de las ignotas montañas de Oriente, entraron en la estrechez de aquel refugio y, acercándose a María, se postraron ante el niño dormido, al que adoraron de hinojos. Y abriendo las arcas en que traían sus tesoros, le ofrecieron los presentes de oro, incienso y mirra. Y entonces todo fue alborozo y alegría, y los pastores danzaron enfervorecidos, y hasta los mismos padres de aquel niño dormido acabaron convencidos de que todo aquello era verdad, y surcaron en la noche alabanzas a Dios, porque el Mesías había nacido.
Porque, en efecto, no muy lejos de allí, justo en el punto destacado por la estrella, una mula rumiaba junto a un buey cadencioso a las puertas de un pequeño cobertizo, construido allí por los pastores para resguardar en el invierno a sus ovejas. Y en su interior, junto a la pared de la roca, yacían María y su Hijo concebido sin pecado, mientras el laborioso Yusef, de la Estirpe de David, también carpintero en la aldea Galilea de Nazaret, cavilaba sobre la manera de acercarse a Bethelem para cerrar el embarazoso asunto del censo, ajeno al inminente error del destino, a la decisión que obligaba desde el cielo a cambiar en el último momento los papeles, a la condena que cumplirían los esbirros de Herodes sobre su Hijo a cambio de salvar al otro mediante un ángel de sueño y la huida a Egipto.
Aquel niño comenzó a llorar. María, aún muy débil, se levantó tambaleándose y salió al umbral del cobertizo con el niño en sus brazos.
-Hijo mío –le dijo enternecida-, observa la hermosura de este mundo.
Entonces el niño sonrió y señaló al cielo con su mano regordeta. Allí permaneció, hermosísimo, en los brazos de su madre, extasiado por el resplandor de una estrella que brillaba en el horizonte.


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