Pages

martes, 19 de febrero de 2013

RAYUELA, CINCUENTA AÑOS


Pues sí, ayer mismo Rayuela cumplía en silencio cincuenta jóvenes años. Había germinado lentamente en la cabeza de Julio Cortázar, disponiendo sus facetas multiformes, acondicionando sus diversos estadios, alineando y desordenando sus paredes de tiza y posibilidad... mandala-cielo, ser y no estar, con esos propósitos del juego y la diferencia tan de la época. Aquel engendro olía a jazz y sabía a humo, prometía un tableteo de lluvia en el Quartier Latin y resonaba a mate, a inmigración universal. Con un argumento que podría repetirse en cualquier momento de cualquier lugar, y que por eso es único: un cruce de destinos, una comunicación de vicios, obsesiones y creatividad sólo posible a través de la mezcla de presencias, ideas y puntos de vista. Tal es la condición humana, ayer, hoy y siempre, por mucho que algunos quieran separarlo todo en compartimentos estancos, en cajones, títulos y fronteras.
Había germinado en la cabeza... a Cortázar le salían conejos de la chistera y se le adherían los pullovers al cuerpo, al mismo Cortázar al que le tomaban la casa las mancuspias que se le iban escapando, los axolotes le miraban a la cara hasta hacerle cruzar los espejos y la obsidiana de los motecas... al mismo y distinto Julio. Y allí había estado dándole a la tecla en los tiempos de la revolución cubana y construyendo un extraño modelo para armar Oliveiras y Magas y Rocamadoures y Morellis, entre otros muchos sueños de collage y de ritmo. Construyendo un no-libro o tantos libros como lectores posibles.
Pues sí, ayer mismo Rayuela cumplía en silencio cincuenta jóvenes años. Había nacido el 18 de febrero de 1963 en las calles de Buenos Aires, de la mano de la Editorial Sudamericana, buscando el cielo de un lector cómplice. Un no-libro que sus lectores convirtieron en libro, como el mismo sorprendido Cortázar confiesa:



Desde entonces una legión de jóvenes y no tan jóvenes lectores y lectoras bebió y aceptó y poseyó como suyo el lado extraño de la literatura que abrazaba Rayuela, texto aparentemente alejado del realismo pero, sin embargo, mucho más certero que las formas narrativas tradicionales a la hora de afrontar la percepción de la realidad por parte de los individuos. Una legión. A lo largo del espacio y el tiempo.
En ese inmenso mapa de lectores me podríais ver hace casi veinte años, por primera vez. Y luego hace diez, y hace cinco, y a menudo reencontrando, salteando, revolviéndome en algún capítulo concreto, en numerosas frases absueltas. Volviendo con placer al no-libro.
Rayuela es en sí un objeto sorprendente. Ya tiene cincuenta años pero a veces me parece un adolescente alocado, otras una vieja sabia atravesando los siglos, a veces es ruido y juego de niños, otras seso y náusea y tragedia, a veces es París y a veces Buenos Aires y América entera y casi siempre España y mi casa y mi cama y mi pupila dilatada, a veces Grecia y Allan Poe y Montparnasse y otras el mar el cafetín el calcetín arrugado, a veces nada y casi siempre espejo y tiempo y aleph y noema.
Felicidades, Rayuela. Ya sé que lo sabes. Te quiero. Entre otras cosas, por esto. En un momento dado tus personajes constituyen una especie de club de lectura en el que escrutinan la obra de Morelli (alter ego de tu papá Cortázar). Y esa metafísica o pataliteratura en la que Cortázar se deja analizar por sus ficciones, gran capítulo 141, es lo que ahora quiero dejar por aquí:


141

No llevaba muchas páginas darse cuenta de, que Morelli apuntaba a otra cosa. Sus alusiones a las capas profundas del Zeitgeist, los pasajes donde la ló(gi)ca acababa ahorcándose con los cordones de las zapatillas, incapaz hasta de rechazar la incongruencia erigida en ley, evidenciaban la intención espeleologica de la obra. Morelli avanzaba y retrocedía en una tan abierta violación del equilibrio y los principios que cabría llamar morales del espacio, que bien podía suceder (aunque de hecho no sucedía, pero nada podía asegurarse) que los acaecimientos que relatara sucedieran en cinco minutos capaces de enlazar la batalla de Actium con el Anschluss de Austria (las tres A tendrían posiblemente algo que ver en la elección o más probablemente la aceptación de esos momentos históricos), o que la persona que, apretaba el timbre de una casa de la calle Cochabamba al mil doscientos franqueara el umbral para salir a un patio de la casa de Menandro en Pompeya. Todo eso era más bien trivial y Buñuel, y a los del Club no se les escapaba su valor de mera incitación o de parábola abierta a otro sentido más hondo y escabroso. Gracias a esos ejercicios de volatinería, semejantísimos a los que vuelven tan vistosos los Evangelios, los Upanishads y otras materias cargadas de trinitrotolueno shamánico, Morelli se daba el gusto de seguir fingiendo una literatura que en el fuero interno minaba, contraminaba y
escarnecía. De golpe las palabras, toda una lengua, la superestructura de un estilo, una semántica, una psicología y una facticidad se precipitaban a espeluznantes harakiris. ¡Banzai! Hasta nueva orden, o sin garantía alguna: al final había siempre, un hilo tendido más allá, saliéndose del volumen, apuntando a un tal vez, a un a lo mejor, a un quién sabe, que dejaba en suspenso toda visión petrificante de la obra. Y esto que desesperaba a Perico Romero, hombre necesitado de certezas, hacía temblar de delicia a Oliveira, exaltaba la imaiginación de Etienne, de Wong y de Ronald, y obligaba a la Maga a bailar descalza con un alcaucil en cada mano.
A lo largo de discusiones manchadas de calvados y tabaco, Etienne y Oliveira se habían preguntado por qué odiaba Morelli la literatura, y por qué la odiaba desde la literatura misma en vez de repetir el Exeunt de Rimbaud o ejercitar en su temporal izquierdo la notoria eficacia de un Colt 32. Oliveira se inclinaba a creer que Morelli había sospechado la naturaleza demoníaca de toda escritura recreativa (¿y qué literatura no lo era, aunque sólo fuese como excipiente para hacer tragar una gnosis, una praxis o un ethos de los muchos que andaban por ahí o podían inventarse?). Después de sopesar los pasajes más incitantes, había terminado por volverse sensible a un tono especial que teñía la escritura de Morelli. La primera calificación posible de ese tono era el desencanto, pero por debajo se sentía que el desencanto no estaba referido a las circunstancias y acaecimientos que se narraban en el libro, sino a la manera de narrarlos que —Morelli lo había disimulado todo lo posible— revertía en definitiva sobre lo contado. La eliminación del seudo conflicto del fondo y la forma volvía a plantearse en la medida en que el viejo denunciaba, utilizándolo a su modo, el material formal; al dudar de sus herramientas, descalificaba en el mismo acto los trabajos realizados con ellas. Lo que el libro contaba no servía de nada, no era nada, porque estaba mal contado, porque simplemente estaba contado, era literatura. Una vez más se volvía a la irritación del autor contra su escritura y la escritura en general. La paradoja aparente estaba en que Morelli acumulaba episodios imaginados y enfocados en las formas más diversas, procurando asaltarlos y resolverlos con todos los recursos de un escritor dueño de su oficio. No parecía proponerse una teoría, no era nada fuerte para la reflexión intelectual, pero de todo lo que llevaba escrito se desprendía con una eficacia infinitamente más grande que la de cualquier enunciado o cualquier análisis, la corrosión profunda de un mundo denunciado como falso, el ataque por acumulación y no por destrucción, la ironía casi diabólica que podía sospecharse en el éxito de los grandes trozos de bravura, los episodios rigurosamente construidos, la aparente sensación de felicidad literaria que desde hacía años venía haciendo su fama entre los lectores de cuentos y novelas. Un mundo suntuosamente orquestado se resolvía, para los olfatos finos, en la nada; pero el misterio empezaba allí porque al mismo tiempo que se presentía el nihilismo total de la obra, una intuición más demorada podía sospechar que no era ésa la intención de Morelli, que la autodestrucción virtual en cada fragmento del libro era como la búsqueda del metal noble en plena ganga. Aquí había que detenerse, por miedo de equivocar las puertas y pasarse de listo. Las discusiones más feroces de Oliveira y Etienne se armaban a esta altura de su esperanza, porque tenían el pavor de estarse equivocando, de ser un par de perfectos cretinos empecinados en creer que no se puede levantar la torre de Babel para que al final no sirva de nada. La moral de occidente se les aparecía a esa hora como una proxeneta, insinuándoles una a una todas las ilusiones de treinta siglos inevitablemente heredados, asimilados y masticados. Era duro renunciar a creer que una flor puede ser hermosa para la nada; era amargo aceptar que se puede bailar en la oscuridad. Las alusiones de Morelli a la inversión de los signos, a un mundo visto con otras y desde otras dimensiones, como preparación inevitable a una visión más pura (y todo esto en un pasaje resplandecientemente escrito, y a la vez sospechoso de burla, de helada ironía frente al espejo) los exasperaba al tenderles la percha de una casi esperanza, de una justificación, pero negándoles a la vez la seguridad total, manteniéndolos en una ambigüedad insoportable. Si algún consuelo les quedaba era pensar que también Morelli se movía en esa misma ambigüedad, orquestando una obra cuya legítima primera audición debía ser quizá el más absoluto de los silencios. Así avanzaban por las páginas, maldiciendo y fascinados, y la Maga terminaba siempre por enroscarse como un gato en un sillón, cansada de incertidumbres, mirando cómo amanecía sobre los techos de pizarra, a través de todo ese humo que podía caber entre unos ojos y una ventana cerrada y una noche ardorosamente inútil.

CORTÁZAR, J., Rayuela, Capítulo 141
(1963)

No hay comentarios :

Publicar un comentario

Dádle voz al oráculo