La señora Dickson me condujo a regañadientes hasta el tercer piso. La humedad era insoportable, el ambiente gélido. Al llegar al rellano señaló con una mano enguantada en lana hacia el fondo del pasillo.
-Allí es –su boca exhalaba un denso vapor blanquecino-, sígame.
Sacó de su bolsillo una pequeña y herrumbrosa llave. Los goznes crujieron al abrirse la puerta. Entramos en una habitación amplia, decorada a la antigua. El papel de las paredes aparecía desteñido en algunos puntos, sí, era imposible ocultar esta humedad. Con todo, aquel cuarto tenía un aspecto acogedor. En el muro del norte un fuego vivo ardía en la chimenea creando un ambiente casi mágico, envolvente.
Enseguida la señora Dickson subió la cena. Antes de cerrar la puerta tras de sí me dijo que ya tenía preparada una pequeña estancia, contigua al lugar en el que me encontraba, donde podría dormir.
-No es esa mi intención, señora Dickson –repuse un tanto desconcertado.
-Yo sólo cumplo instrucciones –respondió con aire hostil la vieja señora un segundo antes de esfumarse.
Un gran reloj de pared situado junto a la ventana me sorprendió dando las siete en punto cuando yo despachaba aquella frugal pero sabrosa cena. Me levanté de la mesa. Había comenzado a llover intensamente. Aquel invierno estaba siendo especialmente duro.
Me serví una copa de brandy y tomé asiento en uno de los mullidos sillones que había en la estancia, al amor de la lumbre. Encendí un cigarrillo mientras observaba las estanterías repletas de libros que recubrían una buena parte de una de las paredes. La habitación parecía limpia, no daba la sensación de haber estado desocupada durante mucho tiempo. Pensé que la señora Dickson habría adecentado su aspecto con motivo de mi visita.
En aquella soledad en que me encontraba, en aquel ambiente cálido y confortable no podía yo dejar de estar en cierto modo incómodo. Quizá tal sensación venía propiciada por la extraña petición de Henry, espoleada por su larga ausencia y constreñida por aquel ruego encarecido de silencio que mi amigo me exigía. No era capaz de intuir lo que poco después iba a suceder, y desde luego aseguro que de haberlo siquiera imaginado, no habría permanecido ni un minuto más en aquel lugar.
Comenzaba a adormilarme, así que decidí levantarme e inspeccionar la biblioteca en busca de alguna novela que amenizara la espera. Conocía el amor que Henry profesaba hacia la lectura, pero nunca pensé que su biblioteca fuera tan abundante. Mientras nadaba en aquel mar de títulos me dí cuenta de que Henry no sólo era aficionado a los saberes tradicionales, a la Filosofía y a la Medicina, a la Historia y la Literatura. Platón, Averroes, Hesíodo, Milton, Buffon y Goethe compartían espacio con otros muchos autores para mí desconocidos. Encontré toda una sección dedicada a libros prohibidos y estudios sobre civilizaciones perdidas. Henry había sido seducido por la magia y la mística, los estados transcendentales de la mente, no cabía ninguna duda. Por aquellos tiempos comenzaba a proliferar un tipo de búsqueda esotérica del conocimiento a cuya secreta popularidad contribuyeron sus numerosos adeptos. Reflexionando sobre ello tuve que admitir como algo probable que Henry fuera uno de ellos, pues su espíritu siempre estuvo abierto a cualquiera de las dimensiones del hombre. No era como yo, un escéptico. Todo servía, todo le intrigaba, todo lo aprendía.
Este descubrimiento despertó mi alerta. Algo me decía que lo sucedido hasta el momento pudiera acaso estar relacionado con aquella pasión oculta, con aquellas lecturas de locos. Tomé sin embargo un volumen de Jacques el Fatalista, esperando que la lectura ligera despejara mis inquietudes. Recostado de nuevo en el sillón, creo que me quedé dormido.
-Allí es –su boca exhalaba un denso vapor blanquecino-, sígame.
Sacó de su bolsillo una pequeña y herrumbrosa llave. Los goznes crujieron al abrirse la puerta. Entramos en una habitación amplia, decorada a la antigua. El papel de las paredes aparecía desteñido en algunos puntos, sí, era imposible ocultar esta humedad. Con todo, aquel cuarto tenía un aspecto acogedor. En el muro del norte un fuego vivo ardía en la chimenea creando un ambiente casi mágico, envolvente.
Enseguida la señora Dickson subió la cena. Antes de cerrar la puerta tras de sí me dijo que ya tenía preparada una pequeña estancia, contigua al lugar en el que me encontraba, donde podría dormir.
-No es esa mi intención, señora Dickson –repuse un tanto desconcertado.
-Yo sólo cumplo instrucciones –respondió con aire hostil la vieja señora un segundo antes de esfumarse.
Un gran reloj de pared situado junto a la ventana me sorprendió dando las siete en punto cuando yo despachaba aquella frugal pero sabrosa cena. Me levanté de la mesa. Había comenzado a llover intensamente. Aquel invierno estaba siendo especialmente duro.
Me serví una copa de brandy y tomé asiento en uno de los mullidos sillones que había en la estancia, al amor de la lumbre. Encendí un cigarrillo mientras observaba las estanterías repletas de libros que recubrían una buena parte de una de las paredes. La habitación parecía limpia, no daba la sensación de haber estado desocupada durante mucho tiempo. Pensé que la señora Dickson habría adecentado su aspecto con motivo de mi visita.
En aquella soledad en que me encontraba, en aquel ambiente cálido y confortable no podía yo dejar de estar en cierto modo incómodo. Quizá tal sensación venía propiciada por la extraña petición de Henry, espoleada por su larga ausencia y constreñida por aquel ruego encarecido de silencio que mi amigo me exigía. No era capaz de intuir lo que poco después iba a suceder, y desde luego aseguro que de haberlo siquiera imaginado, no habría permanecido ni un minuto más en aquel lugar.
Comenzaba a adormilarme, así que decidí levantarme e inspeccionar la biblioteca en busca de alguna novela que amenizara la espera. Conocía el amor que Henry profesaba hacia la lectura, pero nunca pensé que su biblioteca fuera tan abundante. Mientras nadaba en aquel mar de títulos me dí cuenta de que Henry no sólo era aficionado a los saberes tradicionales, a la Filosofía y a la Medicina, a la Historia y la Literatura. Platón, Averroes, Hesíodo, Milton, Buffon y Goethe compartían espacio con otros muchos autores para mí desconocidos. Encontré toda una sección dedicada a libros prohibidos y estudios sobre civilizaciones perdidas. Henry había sido seducido por la magia y la mística, los estados transcendentales de la mente, no cabía ninguna duda. Por aquellos tiempos comenzaba a proliferar un tipo de búsqueda esotérica del conocimiento a cuya secreta popularidad contribuyeron sus numerosos adeptos. Reflexionando sobre ello tuve que admitir como algo probable que Henry fuera uno de ellos, pues su espíritu siempre estuvo abierto a cualquiera de las dimensiones del hombre. No era como yo, un escéptico. Todo servía, todo le intrigaba, todo lo aprendía.
Este descubrimiento despertó mi alerta. Algo me decía que lo sucedido hasta el momento pudiera acaso estar relacionado con aquella pasión oculta, con aquellas lecturas de locos. Tomé sin embargo un volumen de Jacques el Fatalista, esperando que la lectura ligera despejara mis inquietudes. Recostado de nuevo en el sillón, creo que me quedé dormido.
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