De pronto sentí que daban las diez en el reloj de pared. Al otro lado de la ventana seguía lloviendo con fuerza.
Encontrándome aún en ese estado entre la vigilia y el sueño que se experimenta a menudo al despertar creí escuchar el chirrido de los goznes de la puerta al abrirse. Pensé que se trataba de la señora Dickson, pero no, pasaron los segundos y aún los minutos, y nadie parecía haber entrado en aquella habitación. Me acerqué a la puerta y la entorné ligeramente. El pasillo, envuelto en penumbras más inquietantes que la propia oscuridad, aparecía vacío y desolado. Sentí un escalofrío recorriéndome la espalda. Cerré de nuevo la puerta y volví a la comodidad del interior.
Fue entonces. Cuando me dirigía a la vieja chimenea para calentar mis ateridas manos me di cuenta de algo que hasta ese momento me había pasado desapercibido. En el suelo, justo en frente del fuego crepitante, había un gran charco de agua. Pude comprobar que el rastro líquido llegaba hasta allí desde la puerta que yo acababa de dejar. De pronto aquel charco se movió. Uno de los libros que había en un estante cercano a la chimenea salió literalmente de su sitio y empezó a levitar en el aire. No es posible calcular el grado de mi estupor ante una situación tan excepcional. Estuve a punto de volverme loco al ver que el libro se abría y cerraba, una y otra vez, dotado de vida propia. Perplejo, no me atrevía a acercarme, pero tampoco acertaba a alejarme. Como pude me escondí detrás de unos sillones. No, no hice gala de un gran valor.
Entonces el libro cruzó la sala en dirección a la mesa escritorio de Henry. Un estertor indescriptible surgió de no sé donde. Era una risa estridente, un eco infernal, inhumano, inadmisible para los oídos menos delicados. Mi cabeza daba vueltas. El libro seguía al rastro de agua, o el rastro de agua seguía al libro, que cayó de pronto, vencido por la gravedad, sobre aquella mesa. Aquella risa odiosa me resultó horriblemente familiar. Uno de los cajones de la mesa se abrió. De allí, flotando en el vacío, surgió una pequeña redoma que contenía un líquido azulado. Aquel artefacto venía hacia mí. Nadie podría imaginar el horror que experimenté entonces. Cuando estaba a menos de un metro de distancia la redoma se elevó a la altura de mi cabeza. El pequeño tapón de corcho que la cubría voló por los aires y el recipiente se inclinó derramando su contenido sobre la nada. No pude evitar que mi garganta exhalara un profundo y ahogado grito de pánico y sorpresa al ver cómo, en medio de aquella risa maldita, se materializaba ante mí el cuerpo totalmente desnudo de Henry Troyiat-Mecir.
Encontrándome aún en ese estado entre la vigilia y el sueño que se experimenta a menudo al despertar creí escuchar el chirrido de los goznes de la puerta al abrirse. Pensé que se trataba de la señora Dickson, pero no, pasaron los segundos y aún los minutos, y nadie parecía haber entrado en aquella habitación. Me acerqué a la puerta y la entorné ligeramente. El pasillo, envuelto en penumbras más inquietantes que la propia oscuridad, aparecía vacío y desolado. Sentí un escalofrío recorriéndome la espalda. Cerré de nuevo la puerta y volví a la comodidad del interior.
Fue entonces. Cuando me dirigía a la vieja chimenea para calentar mis ateridas manos me di cuenta de algo que hasta ese momento me había pasado desapercibido. En el suelo, justo en frente del fuego crepitante, había un gran charco de agua. Pude comprobar que el rastro líquido llegaba hasta allí desde la puerta que yo acababa de dejar. De pronto aquel charco se movió. Uno de los libros que había en un estante cercano a la chimenea salió literalmente de su sitio y empezó a levitar en el aire. No es posible calcular el grado de mi estupor ante una situación tan excepcional. Estuve a punto de volverme loco al ver que el libro se abría y cerraba, una y otra vez, dotado de vida propia. Perplejo, no me atrevía a acercarme, pero tampoco acertaba a alejarme. Como pude me escondí detrás de unos sillones. No, no hice gala de un gran valor.
Entonces el libro cruzó la sala en dirección a la mesa escritorio de Henry. Un estertor indescriptible surgió de no sé donde. Era una risa estridente, un eco infernal, inhumano, inadmisible para los oídos menos delicados. Mi cabeza daba vueltas. El libro seguía al rastro de agua, o el rastro de agua seguía al libro, que cayó de pronto, vencido por la gravedad, sobre aquella mesa. Aquella risa odiosa me resultó horriblemente familiar. Uno de los cajones de la mesa se abrió. De allí, flotando en el vacío, surgió una pequeña redoma que contenía un líquido azulado. Aquel artefacto venía hacia mí. Nadie podría imaginar el horror que experimenté entonces. Cuando estaba a menos de un metro de distancia la redoma se elevó a la altura de mi cabeza. El pequeño tapón de corcho que la cubría voló por los aires y el recipiente se inclinó derramando su contenido sobre la nada. No pude evitar que mi garganta exhalara un profundo y ahogado grito de pánico y sorpresa al ver cómo, en medio de aquella risa maldita, se materializaba ante mí el cuerpo totalmente desnudo de Henry Troyiat-Mecir.
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