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miércoles, 7 de diciembre de 2011

UN LECTOR ABRE EL LIBRO Y EL POETA SE RESFRÍA

Siento frío. Alguien se ha dejado el libro abierto. El aire es una helada flecha que penetra, una ráfaga abismal que rasga el hueso.
Al que escribe estas palabras por delante del espejo mi lector profundo, acodado en el marco último, ensombrece. Hay un rasgo de vanidad, de impudicia en todo esto. Darse cuenta es despegar. Cada uno es un misterio, cada voz, cada sentimiento, inexplicables.
Existe, pues, un riesgo que sabe a absurdo, una tentación lírica inquebrantable que, sin embargo, a veces se desarma. No a la persona, la vida mundana siega al individuo incapaz de advertir la pasmosa implicación del ritmo. Aedos sin báculo acompañante se derraman en la incomunicación de los días.
Dadme un poeta que olvide su existencia ajeno a todo. Que se siente y esboce, que cante. Léase en el perfil traidor del viento la flama, el irreverente empuje de un torrente conspicuo. Y si llega entonces la respuesta, que no revele la baldía pregunta. El artificio es así, no siempre deriva de los sentidos.
Pero aguardad un instante…

Ya está, vino la noche al papel, la doblez a la esquina, marcador agostado en la página aún virgen. Mi lector profundo no quiere resfriados allá, donde arrasa la corriente. Su ojo me fecunda con la savia del tiempo, en mitad de un sueño que se rompe, ciertamente, asombrado porque algo en el silencio va a estallar.


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