Pages

lunes, 1 de junio de 2009

LOS DERECHOS IMPRESCINDIBLES DEL LECTOR

Todavía recuerdo el rostro incrédulo de mi chica mientras contemplábamos la Torre Eiffel desde el mirador de aquel parque en cuesta. ¿Para esto hemos venido a París? No podía entender qué tenía de especial aquel barrio alejado del centro, de calles sucias, rincones desconchados y esa mezcla de olores inmigrantes (flores de loto y cous-cous, África subsahariana y Europa transbalcánica). No podía entender mi absurda peregrinación, siguiendo los pasos de la familia Malaussène, hasta el corazón de Belleville.


La verdad es que la comprendo. Todavía no era adicta a la literatura directa y portentosa desplegada por Daniel Pennac en la saga dedicada a esta extraña familia, inaugurada con La felicidad de los ogros (1985) y continuada con gran éxito por otras cinco novelas de lo más negro y desternillante que he leído en los últimos años: El hada carabina (1987), La pequeña vendedora de prosa (1989), El señor Malaussène (1995), Los cristianos y los moros (1996) y Los frutos de la pasión (1999).

Pero Daniel Pennac es mucho más: profesor, observador y teórico de la sinceridad, publicó un ensayo a su estilo, Como una novela (1993), que, si no recuerdo mal, salió aquí, en España, en Anagrama, del que extraigo un texto dedicado a los derechos del lector. El primero de todos ellos es, paradójicamente, el derecho a no leer:

El derecho a no leer

Como cualquier enumeración de derechos que se respete, la de los derechos a la lectura debería empezar por el derecho a no hacer uso de ellos —y en este caso con el derecho a no leer—, sin lo cual no se trataría de una lista de derechos sino de una trampa viciosa.

Para comenzar, la mayoría de los lectores se conceden a diario el derecho a no leer. Mal que le pese a nuestra reputación, entre un buen libro y una mala película de televisión, la segunda sale ganando con más frecuencia de lo que nos gustaría confesar. Y además nosotros no leemos de continuo. Nuestros períodos de lectura alternan a menudo con largas dietas durante las cuales basta la visión de un libro para despertar las miasmas de la indigestión.

Pero lo más importante está en otra parte.

Estamos rodeados de cantidad de personas del todo respetables, a veces graduadas en la universidad, incluso “eminentes” —de las cuales algunas hasta poseen excelentes bibliotecas—, pero que no leen, o leen tan poco que nunca se nos ocurriría la idea de ofrecerles un libro. No leen. Sea porque no sienten la necesidad, sea porque tienen muchas otras cosas que hacer (pero viene a ser lo mismo; es que esas otras cosas los colman o los obnubilan), sea porque alimentan otro amor y lo viven con una exclusividad absoluta. En resumen, a esas personas no les gusta leer. Y no por eso dejan de ser muy frecuentables, incluso deliciosas de frecuentar. (Al menos no nos piden de continuo nuestra opinión sobre el último libro que leímos, nos ahorran sus reservas irónicas sobre nuestro novelista preferido y no nos consideran retardados por no habernos precipitado sobre la última de Fulano, que acaba de salir, editada por Mengano, y de la cual el crítico Zutano ha dicho lo mejor.) Son tan “humanos” como nosotros, sensibles también a las desdichas del mundo, preocupados por los “derechos humanos” y comprometidos a respetarlos dentro de su esfera de influencia personal, lo que ya es mucho —pero ahí está, no leen. Allá ellos.

La idea de que la lectura “humaniza al hombre” es justa en su conjunto, a pesar de que existen algunas excepciones deprimentes. Se es sin duda un poco más “humano”, si entendemos por eso un poco más solidario con la especie (un poco menos “fiera”), después de haber leído a Chejov que antes.

Pero cuidémonos de flanquear este teorema corolario según el cual todo individuo que no lee debería ser considerado a priori como un bruto potencial o un cretino rehibitorio (sic). Si lo hacemos convertiremos la lectura en una obligación moral, y éste es el comienzo de una escalada que nos llevará rápidamente a juzgar, por ejemplo la “moralidad” de los libros mismos, en función de criterios que no tendrán ningún respeto por esa otra libertad inalienable: la libertad de crear. A partir de ese momento la bestia seremos nosotros, por más lectores que seamos. Y Dios sabe que bestias de esta especie no faltan en el mundo.

En otras palabras, la libertad de escribir no podría acomodarse a la obligación de leer.

El deber de educar, por su parte, consiste en el fondo en enseñar a leer a los niños, en iniciarlos en la literatura, en darles los medios para juzgar si sienten o no la “necesidad de los libros”. Puesto que si bien se puede admitir sin problema que un particular rechace la lectura, es intolerable que sea —o que se crea— rechazado por ella.

Daniel Pennac, Como una novela, Editorial Norma, Bogotá, 1996. pp.143-144.

Este es sólo el primero de los derechos del lector que clasifica Pennac, pero hay nueve más que podéis leer pinchando aquí.


No hay comentarios :

Publicar un comentario

Dádle voz al oráculo