Ocultas por las sombras de la noche, dos siluetas embozadas recorren la espesura, furtivas, ligeras, impulsadas por la cercanía de su meta, hostigadas por la sed y el cansancio, sin apenas reparar en el pálpito umbrío de las selvas que siempre en la negrura acechan.
Atrás quedan los altos muros ondulantes del yerbazal de Tyn, donde las aguas mefíticas son una trampa para los antílopes perdidos, donde habitan sapos descomunales y se escurren, reptantes, crótalos albinos que jamás han visto la luz del sol.
Atrás, las extremas láminas moráceas, premonitorias, que ocupan el límite septentrional del impenetrable Desierto Azul, la voracidad en las riberas de las siempre hambrientas hienas Mzame-Mzame, los vórtices esféricos que desencadenan las tormentas allá arriba, no lejos de las cumbres Híbridas. Atrás.
Atrás, por fin atrás, rebasada en el tedio de las últimas horas, la Ciénaga que vuelve locos a los hombres Nidor, aficionados a pensar, algunos dicen, de vez en cuando.
Pero ahora los pies de Lía y Lía hollan una tierra cada vez más firme, y es por ello que, superada la más dura de las pruebas, sus corazones retumban con fuerza, y una esperanza, recobrada cuando ya se creían abandonadas a su suerte, se dibuja bajo la doble tela que les cubre el rostro. Avanzan en silencio, espoleadas por las flautas de los grillos que invaden el aire. La levedad que sienten sólo es comparable a la mirada, a la seda intacta que, promesa de futuro, rozara sus mejillas en el momento de la partida. Luz, aire. Rigor de pergamino en las yemas. Fugitivas de la muerte simbólica, horadan un instante el país de los sueños en busca de aquellos recuerdos dichosos para despertar de nuevo, arrellanadas junto al musgo que crece bajo los tejos, tan sólo a un salto del claro donde rumorean las luciérnagas y se desperezan los hurones.
-Dime, Lía – Lía sujeta el brazo de Lía mientras le susurra, discreta, al oído -, ¿es este el lugar que buscamos?
-No lo sé – Lía, dubitativa se incorpora apoyándose en la corteza húmeda de un árbol -, tendremos que comprobarlo.
Y Lía entra en el claro del bosque seguido de cerca por la buena de Lía, que contempla, por primera vez desde incontables jornadas, el arco sublime de la cúpula del cielo. Dominando la noche, como una perla que alborea bajo el agua, Venus brilla a lo lejos, solitario astro en su espuma, fruto de luz que estremece a dos mujeres. La Luna no existe. Capa de carbunclos, terciopelo cubre esta noche el inmenso espejo rotundo. Su ausencia es para Lía y Lía demasiado mágica.
-Sabía que volverías.
-Por qué lo sabes, Lía.
-Porque tarde o temprano siempre acaba sucediendo.
Gozosas retienen el horizonte suspendido, esbelto, mano en mano, mientras el viento se presta para destrenzar las hebras que, escuálidas, penden aún sobre los labios. Aire, luz arbórea. Que por el Oriente ya se eleva el rubor. Más allá, donde vírgenes, se ramifican los rododendros, cálidos colores espesan el espacio.
-Dime, Lía.
-Te escucho, Lía.
-¿Por qué me trajiste a este lugar?
-Para saber si aún existe – sonríe - ¿Te acuerdas? Este fue mi primer bosque.
De pronto la pequeña Lía suelta la mano lívida que, dejada ir, ya no la detiene, para corretear incansable detrás de alguna mariposa estéril, sin dejar que la hierba crezca. Inconsciente juego, ojos que brillan en la primera vez. Tu mirada sorprendida, sorprendente.
Entonces la vieja Lía arruga el ceño de los años.
-Mi primer bosque… claro que me acuerdo… un buen locus amoenus.
Admite a media sonrisa mientras cierra el libro polvoriento, lo deja en el segundo anaquel de la librería de su padre y se escabulle de algún modo hacia la salida por entre aquel macizo desbarajuste, impreciso atanor de pliegos y palabras ancladas en otro siglo, algo cansada, satisfecha y siempre lúcida, la vieja Lía, camino, según dicen, de una ciudad cualquiera, de su ruido.
Atrás quedan los altos muros ondulantes del yerbazal de Tyn, donde las aguas mefíticas son una trampa para los antílopes perdidos, donde habitan sapos descomunales y se escurren, reptantes, crótalos albinos que jamás han visto la luz del sol.
Atrás, las extremas láminas moráceas, premonitorias, que ocupan el límite septentrional del impenetrable Desierto Azul, la voracidad en las riberas de las siempre hambrientas hienas Mzame-Mzame, los vórtices esféricos que desencadenan las tormentas allá arriba, no lejos de las cumbres Híbridas. Atrás.
Atrás, por fin atrás, rebasada en el tedio de las últimas horas, la Ciénaga que vuelve locos a los hombres Nidor, aficionados a pensar, algunos dicen, de vez en cuando.
Pero ahora los pies de Lía y Lía hollan una tierra cada vez más firme, y es por ello que, superada la más dura de las pruebas, sus corazones retumban con fuerza, y una esperanza, recobrada cuando ya se creían abandonadas a su suerte, se dibuja bajo la doble tela que les cubre el rostro. Avanzan en silencio, espoleadas por las flautas de los grillos que invaden el aire. La levedad que sienten sólo es comparable a la mirada, a la seda intacta que, promesa de futuro, rozara sus mejillas en el momento de la partida. Luz, aire. Rigor de pergamino en las yemas. Fugitivas de la muerte simbólica, horadan un instante el país de los sueños en busca de aquellos recuerdos dichosos para despertar de nuevo, arrellanadas junto al musgo que crece bajo los tejos, tan sólo a un salto del claro donde rumorean las luciérnagas y se desperezan los hurones.
-Dime, Lía – Lía sujeta el brazo de Lía mientras le susurra, discreta, al oído -, ¿es este el lugar que buscamos?
-No lo sé – Lía, dubitativa se incorpora apoyándose en la corteza húmeda de un árbol -, tendremos que comprobarlo.
Y Lía entra en el claro del bosque seguido de cerca por la buena de Lía, que contempla, por primera vez desde incontables jornadas, el arco sublime de la cúpula del cielo. Dominando la noche, como una perla que alborea bajo el agua, Venus brilla a lo lejos, solitario astro en su espuma, fruto de luz que estremece a dos mujeres. La Luna no existe. Capa de carbunclos, terciopelo cubre esta noche el inmenso espejo rotundo. Su ausencia es para Lía y Lía demasiado mágica.
-Sabía que volverías.
-Por qué lo sabes, Lía.
-Porque tarde o temprano siempre acaba sucediendo.
Gozosas retienen el horizonte suspendido, esbelto, mano en mano, mientras el viento se presta para destrenzar las hebras que, escuálidas, penden aún sobre los labios. Aire, luz arbórea. Que por el Oriente ya se eleva el rubor. Más allá, donde vírgenes, se ramifican los rododendros, cálidos colores espesan el espacio.
-Dime, Lía.
-Te escucho, Lía.
-¿Por qué me trajiste a este lugar?
-Para saber si aún existe – sonríe - ¿Te acuerdas? Este fue mi primer bosque.
De pronto la pequeña Lía suelta la mano lívida que, dejada ir, ya no la detiene, para corretear incansable detrás de alguna mariposa estéril, sin dejar que la hierba crezca. Inconsciente juego, ojos que brillan en la primera vez. Tu mirada sorprendida, sorprendente.
Entonces la vieja Lía arruga el ceño de los años.
-Mi primer bosque… claro que me acuerdo… un buen locus amoenus.
Admite a media sonrisa mientras cierra el libro polvoriento, lo deja en el segundo anaquel de la librería de su padre y se escabulle de algún modo hacia la salida por entre aquel macizo desbarajuste, impreciso atanor de pliegos y palabras ancladas en otro siglo, algo cansada, satisfecha y siempre lúcida, la vieja Lía, camino, según dicen, de una ciudad cualquiera, de su ruido.
Luis Morales Relatos En el bosque Mar de cenizas
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