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viernes, 1 de mayo de 2009

EL CLUB DE LOS HIJOPUTAS

Soy proclive a la herejía de Caín
ROBERT LOUIS STEVENSON,
El extraño caso del Doctor Jekyll y Mister Hyde


-Todo el mundo tiene su lado oscuro.
El doctor Stockwell sentenció de este modo ante la taza de té oscuro y humeante que Pearson, el estirado mayordomo de la Casa Hennings, le ofrecía con sacrosanta educación parapetado en las alturas de una bandeja argentina.
Dando la espalda a su invitado, el coronel William Hennings auscultaba desde el ventanal la caída fragante de la lluvia sobre las últimas hojas temblorosas de los castaños de Indias que languidecían, otoñales, en las estribaciones septentrionales del jardín.
-Dígame, doctor- el anfitrión se había vuelto de improviso, mostrando un rostro desfigurado por una cicatriz que le partía la mejilla derecha -, ¿hace cuanto tiempo que nos conocemos?.
-He de confesar, querido amigo, que mi memoria es atroz cuando se trata de recordar viejas fechas –repuso Stockwell poseído por los deliciosos aromas de la infusión-. Sólo puedo decirle que ha pasado el suficiente para comprobar que aquella bala perdida en el Punjab se aleja cada vez más de su alma.
Hennings se rozó la cara casi por instinto, dudó un instante y luego despidió con un gesto nervioso y deslavazado a Pearson, que abandonó la estancia con la parsimonia de una estatua de sal.
-Le reitero mis gratitud por haberme asistido en aquel trance.
-Y yo le repito que no hacía otra cosa que cumplir con mi labor médica en medio de una campaña sanguinaria- insistió, un tanto divertido, el doctor.
El coronel arrastró su cojera militar hacia su amigo y tomándose cierta libertad, concedida por los años compartidos, le puso una mano temblorosa en el hombro.
-La cuestión es –esperó, tenso, aquel hombre desilusionado-… la siguiente. Ya que puedo considerarle un compañero leal y dedicado, ya que creo haber demostrado hacia usted el mayor de los afectos, siempre… le pido, doctor, que me responda con franqueza una pregunta.
-Le escucho, coronel.
-Stockwell –pudo decidirse al fin- ¿cree usted que soy una persona honorable?
-Por supuesto.
-¿Qué he cumplido con mi país y con mi reina?
-Desde luego.
-¿No le parece que sería imposible encontrar en mis costumbres y actitud moral una sola brizna de hierba que pudiera ensuciar la blancura de mi comportamiento?
-Tan imposible como entender qué demonios intenta decirme, Hennings. Me intriga. ¿Acaso le sucede algo? Cuente conmigo para lo que sea.
Al coronel le brillaron los ojos. Su mano apretó con fuerza el brazo del doctor.
-Eso es lo que espero, amigo. Si certifica todo lo que le he dicho hace un momento, si es así como piensa de mí en realidad, dígame, doctor Stockwell, por qué, sí, por qué es rechazada una y otra vez mi solicitud de ingreso en el prestigioso club de Lexington.
El doctor apartó entonces a su amigo.
-Así que es eso.
-Doctor…
-Debí suponer que su inesperada invitación a las colinas de Exeter tenía un objetivo preciso. Pues bien, querido –Stockwell recuperó la taza de té-, si el club de Lexington no lo admite como miembro entre, como usted dice, sus prestigiosas filas, se debe sin duda a su exceso de virtud.
El coronel quedó perplejo.
-Có… cómo dice…
-Admita, coronel –contestó enigmático el doctor-, que es usted demasiado bueno.
-No puede ser.
-¿Tiene usted minas? ¿Mineros a los que explotar?
-No.
-¿Se ha dejado llevar alguna vez por el ambiente sórdido de las tabernas? ¿Conoce las embrutecedoras y magníficas casas de opio?
-No, es cierto.
-¿Es acaso obispo, noble, filántropo pederasta o proxeneta?
-Ehh…
-¿Ha aprendido más de la vida que de los libros?
-Doctor…
-Más allá de la cicatriz que le cruza la cara, claro está.
-¡Señor Stockwel!
-Dígame, coronel, ¿ha tenido alguna vez la audacia de visitar la noche de Whitechappel?, ¿ha prevaricado?, ¿ha aceptado u ofrecido jamás un soborno?
-¡Por el amor de Dios!- protestó el horrorizado coronel-, ¿por quién me ha tomado, doctor?
-Por un alma caritativa que camina hacia el desquiciamiento. Amigo mío, se le llena la boca con la palabra prestigio. Pues el prestigio es esto, coronel, todo lo que a usted le falta para poder pertenecer al club Lexington.
-Pero usted…
Stockwell le miró apenado.
-Sí, pertenezco al club y por eso me envidia.
-Pero… siempre hubiera defendido su honorabilidad.
-Coronel, no sabe en qué ocupo mis noches.
-Estoy ciertamente conmocionado.
-Mire, se lo voy a explicar con un ejemplo –el doctor hizo sentarse a Hennings a su lado y tomó tres tazas del servicio de té-, observe.
Tomó una, la llenó de cremosa leche, y procedió a rellenar las otras dos con lo que quedaba de aquella magnífica infusión procedente de la India. Por último, deslizó en una de ellas solitaria gota del inmaculado jugo, cuya intrusión convirtió la oscuridad del té en una nube de ocres tersos.
-Coronel Hennings –prosiguió didáctico Stockwell-, usted tiene un alma tan pura como la leche que he vertido en la primera taza. Usted es bueno, quiere serlo. Es, si me permite, una tipo extraño de estoico. Cree que el mundo iría mejor si todos cumplieran a rajatabla lo que ordenan la ley, la tradición y las costumbres. Esto es demasiado evidente.
El doctor tomó la segunda taza y admiró de nuevo su oscuro aroma.
-Esta taza de té representa todo lo prohibido y mezquino que existe en el mundo. El paladeo del placer más degenerado, la negación de toda conciencia, la animalización primitiva más deseada por el ser humano. Lo prohibido atrae, usted lo sabe. No son pocos los hombres y mujeres que sucumben al influjo del mal. Pero…
Tomando la tercera de las tazas removió el líquido con un dedo para reforzar la mezcla y dijo:
-Está claro, mi querido Hennings, que este que aquí le propongo es el ideal. Todo lo podrido que corre dentro de nuestras venas queda envuelto, protegido a la vista de los demás por una fina capa de virtud. No podemos negarlo, coronel. Todo hombre tiene un lado oscuro. Incluso usted, por su bondad vanidosa, indica ese otro lado. El arte, como ve, consiste en saber ocultar lo que no debe ser visto, pero sin nada más, sin excesos perjudiciales.
-Entonces, doctor…
Stockwell se levantó y pidió licencia para marcharse. Hennings accedió, resignado. Mientras Pearson acudía con la levita y el sombrero del doctor, este concluyó su argumento.
-Mire, Hennings, yo no puedo hacer nada por usted. Cambie, o abandone su idea de entrar en el club Lexington. Ciertamente, no sé de dónde procede nuestra amistad.
El doctor recogió su maletín y guiado por el atento mayordomo se dirigió a la puerta. Antes de salir hubo de volverse una vez más, sin embargo.
-Cuídese esa herida, coronel – le recordó-, y no se preocupe. Siempre puede decir que pertenece, al igual que nuestra reina, al Club de los Hijos de la Gran Bretaña.


2 comentarios :

  1. Esta interesante el relato. Hoy en mi día libre he estado revisando tu blog.

    Un abrazo Luis.

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  2. Otro para ti, Leo.

    Qué bonito es lo del día libre (je,je).

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