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jueves, 7 de julio de 2011

GEOGRAFÍAS LITERARIAS: LOS ABARROTADOS BALCONES DE LA CALLE ESTAFETA


He de reconocer que la fiesta de los sanfermines me provoca sensaciones contradictorias, radicalmente encontradas. Nunca he estado en Pamplona en pleno apogeo humano y bovino. Detesto el mundo del toreo (que no del toro), y en general todo lo que tenga que ver con fiestas populares, masificaciones, aglomeraciones, pirotecnias, demostraciones de fuerza bruta de la multitud sobre los animales y mareas de cuerpos sudorosos, regados por el vino o el agua o los tomates: un fervor demencial más cercano a la espiral de peregrinos que se centrifuga alrededor de la Kaaba en La Meca que a la beatitud, un momento cualquiera del Juicio Final o de alguno de los cercos de condenados que intuyó Dante en el Infierno.
Pero no puedo dejar de acudir cada 7 de julio a mi cita con la pantalla de televisión. Todavía en pijama, sin desayunar. A las ocho de la mañana se lanza el cohete al aire y comienza el encierro. Como antes. Como hace tanto tiempo. Recuerdos.
Los encierros marcaban para este niño que ya ha crecido la entrada definitiva en el tiempo del verano. Así comenzaban los días. En pijama. Sin desayunar. Frente al televisor. A las ocho de la mañana. Adhiriéndonos (mis hermanos y yo) al horario de nuestros padres. Una costumbre similar a la que luego nos esperaba en el comienzo de la tarde: el tour de Francia, en la época de Induráin, que, por cierto, es navarro (de Villaba). Así que ambos acontecimientos se filtraron en el día a día de mi propio mes de julio durante muchos, muchos años.
Hoy mantengo los sanfermines más que el tour, quizá porque tengo cosas que hacer por la tarde. A las ocho estaba en pie. En la cita de esta mañana, nada destacable, me ha sorprendido sin embargo un fantástico plano descendente que una cámara sobre grua realizaba minutos antes del encierro, mostrando los balcones repletos de gente en la famosa calle Estafeta (algo parecido a lo que podéis ver en la foto que encabeza este post). Sorprendido por ese aire de cenefa y guirnalda que lucía el espacio allí arriba, por el blanco y el rojo pamplonicas invadiendo de color la piedra amarilla, el metal, el estuco... me di cuenta de lo que cambian las ciudades y cómo las transforma y aviva la presencia humana. Más allá del espectáculo que fluye rubicundo abajo. Y por primera vez, en esa sensación, le he encontrado una justificación a la fiesta. No en la carrera, ni en los mozos que luego se entretienen vapuleando a las vaquillas en la plaza, no en el furor etílico vespertino, sino en el brillo expectante de los balcones.
En fin. Obtendréis un buen resumen de la fiesta si pincháis aquí (sitio en el que, por cierto, he encontrado las fotos). En cuanto a geografía literaria, Pamplona y los sanfermines irán siempre asociados a la figura de Ernest Hemingway.


El controvertido autor norteamericano los vivió en los años 1923 y 1924, y acabó inmortalizándolos en Fiesta (The sun also rises, 1926). Es obvio decirlo, ya, pero contribuyó de una manera definitiva a esa especie de devoción que, incluso hoy en día, experimentan cientos, miles de extranjeros que acuden a Pamplona. Una historia de amor enmarcada por este escenario espectacular diferente, desconocido más allá de nuestras fronteras hasta entonces. Y por lo tanto, una geografía literaria en toda regla.

Asociado a esa iluminación producida por los balcones de Estafeta, me viene a la mente este texto, extraído del capítulo XV de Fiesta:

... Al despertar oí el estallido del cohete que anunciaba la salida de los toros sueltos de los corrales situados al lado de la ciudad. Iban a correr por las calles hasta la plaza de toros.
Había tenido un sueño pesado y me desperté con la sensación de que lo hacía demasiado tarde. Me puse una de las chaquetas de Cohn y salí al balcón. La callejuela de debajo estaba vacía, pero todos los balcones estaban abarrotados. De repente, apareció en la calle un tropel de gente; iban todos corriendo, formando una masa compacta, en dirección ala plaza de toros. Detrás de ellos pasaron más nombres, que corrían más aprisa, y al final de todo unos cuantos rezagados: esos sí que corrían de veras. Detrás de ellos quedaba un reducido espacio vacío y luego venían los toros, galopando y agitando la cabeza arriba y abajo. Un hombre cayó, rodó hasta el borde de la acera y se quedó quieto. Los toros pasaron de largo sin reparar en él; corrían todos juntos.

Los perdimos de vista. Poco después llegó de la plaza de toros una gran gritería continuada, y al fin, la detonación de un cohete que indicaba que los toros habían pasado a través de la gente que estaba en el ruedo y habían entrado en los corrales. Volví a la habitación y me metí en la cama. Había permanecido descalzo sobre la piedra del balcón. Sabía que seguramente todos los demás del grupo habían salido y habían estado en la plaza de toros. Al meterme de nuevo en la cama, me dormí.

HEMINGWAY, Ernest, Fiesta, Capítulo XV


Archivo 07: Balcones de la calle de Estafeta, Pamplona, en plenos sanfermines, o el sentido de la fiesta.

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