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lunes, 6 de julio de 2009

MÁSCARA - CAPÍTULO III (шт*)


Viene de MÁSCARA I y MÁSCARA II.

*UNIDAD

Cuando Irina Mijailova Vassilievich terminó de leer el manuscrito de la obra no salía de su asombro. Corrían tiempos extraños en San Petersburgo, pero desde luego jamás habría imaginado que el director Gradchenko le ofreciera semejante papel.
-Cómo puedo yo -preguntó con la misma vehemencia con la que desplegó las cuartillas sobre la mesa del despacho- acercarme siquiera a la vida del personaje. Ya es difícil para cualquier actor sumergirse en un rol sin más motivo que el de un simulacro de pasión, que el de un sueño, humedecer los ojos, romper la voz y hasta lograr que su propio aspecto cambie para que todo en él encarne los sentimientos requeridos. Pero esto es demasiado, señor director. Quisiera, en la medida de lo posible, renunciar al honor de participar en su montaje. No tengo otra alternativa.
Gradchenko arqueó las cejas sorprendido.
-No la comprendo, señorita, sin duda ha existido algún tipo de confusión. Si le ofrecí el papel de la Muerte era por la elevada consideración que siempre he experimentado hacia sus dotes de actriz. Desde luego que no se trata de algo sencillo, pero, por decirlo de algún modo, se lo planteo como un reto…
-Que no estoy dispuesta a aceptar –replicó Irina interrumpiéndole.
Entonces Gradchenko abandonó la silla y acercándose a ella le regaló una de sus muecas mordaces.
-No me diga que tiene miedo –sonrió con sarcasmo-, es eso, ¿verdad? No se siente capaz de hacerlo, ¿eh?
-No es eso.
-¿No? –Gradchenko elevó el tono, adoptó la faceta del director enfadado consciente de su oportunidad-. Entonces de qué se trata. Usted misma vino a mí para comerse el mundo hace un par de años. ¿Se le han olvidado ya los sufrimientos pasados? Qué quiere que le diga, si prefiere volver a lo de antes allá usted.
-Pero…
-Regrese a su pasado de corista –apuntilló-. Aquí no perdemos el tiempo con comedias de salón, aquí se hace teatro con mayúsculas, T – E – A – T – R – O, ¿entiende? Así que si esa es su decisión, está bien, márchese, pero espero no volver a verla por aquí, señorita Vassilievich.
Gradchenko se sentó de nuevo y se afanó en limpiarse los anteojos mientras aguardaba la segura reacción de la muchacha. Irina recogió entonces las hojas desperdigadas sobre la mesa. Antes de salir del despacho se detuvo un instante.
-Señor director.
-¿Sí? –contestó él con desgana.
-Según sus indicaciones la Muerte debe llevar una máscara durante toda la representación. ¿Es absolutamente necesaria?
Gradchenko enarcó aún más la curva de las cejas.
-Por supuesto querida. Debería irse acostumbrando a llevarla puesta. Puede recogerla en atrezzo. Pruébela, verá como todo le parece un poco mejor.
-Gracias… señor.
-No hay de qué –y añadió-. Ah, señorita. Veo que conoce usted bien la teoría, pero no se olvide nunca de lo que le voy a decir. Hoy se pretende la unidad entre el actor y el personaje. Sin embargo, para los antiguos, la unidad se establecía siempre entre el personaje y la máscara. Piénselo. Quizá le sirva.
El resto de la historia nos parece un tanto escasa de interés y sin embargo hacemos un breve resumen para aquellos a los que puedan interesarles los casos bizarros. El hecho es que nuestra actriz optó finalmente por aceptar el reto lanzado por Gradchenko, tomó la máscara aquella misma tarde y se la llevó a casa. Siguiendo a rajatabla las instrucciones de su director, Irina no volvió a desprenderse de la misma jamás. Dado su carácter reservado, nadie sospechó en un principio lo que estaba sucediendo. Irina llegaba a los ensayos con aquella careta absurda, pero ese era su papel al fin y al cabo. Además el buen director tuvo que reconocer los rápidos progresos que percibía en el personaje de la Muerte. Esto funciona, pensaba frotándose las manos ante la perspectiva del éxito.
Así sucedió la noche del estreno, en el que la Muerte brilló con luz propia ante la distinguida multitud que, enfebrecida, brindó un mar de aplausos que llegaron, en oleadas de minutos inacabables, de los palcos al escenario para ser atesorados por aquella misteriosa actriz que, según se afirmaba, mantenía virgen el secreto de su rostro.
La obra aguantó en cartel más de tres años, durante los cuales el mito de aquella mujer se fue engrosando hasta la desmesura. Los curiosos se hacinaban a las puertas del camerino intentando sin fortuna descubrir el secreto. Algún impertinente se atrevió incluso a colarse dentro, siendo expulsado sin dilación por el personal de seguridad del teatro. Todo resultó inútil.
Pero la Revolución de Octubre vino a convulsionar los cimientos de todo el país. Por supuesto, las representaciones teatrales fueron canceladas durante un tiempo indeterminado. Dispersos los miembros del grupo, Gradchenko entregó su fuerza e intelecto en labores relacionadas con el incipiente desarrollo del Partido. Finalizada la cruda guerra civil, sólo cuando la situación se consolidó lo suficiente como para pensar en otras cosas, le vino a la cabeza la idea de establecer una nueva compañía que pudiera acoger la marea creciente de obras frescas inspiradas en la Revolución.
Así lo hizo, rescatando a aquellos antiguos compañeros que habían sobrevivido y añadiendo algunas caras nuevas al conjunto. No se olvidó de su mejor actriz. Sin embargo le costó lo indecible dar con Irina Mijailova Vassilievich. Al estallar el conflicto parecía haber desaparecido del mapa. Buscó sin resultado alguno, recorrió sin pausa las calles de Petrogrado sin dar con ella. Ya iba a darse por vencido cuando recordó el día en que la muchacha se le había presentado, sí, para comerse el mundo. Mi sueño es ser actriz, fue lo primero que le dijo, y no pienso volver a Murmansk.
Gradchenko solicitó un vehículo oficial que lo transportó en poco tiempo hasta allí. Llegó al amanecer. La actividad de la antaño pequeña aldea era frenética. Cientos de obreros habilitaban el puerto en la ensenada protegida por el fiordo. Murmansk crecía. Pero todavía no le resultó difícil encontrar la vieja casa de los Mijailov. Al entrar en ella, una anciana desdentada y sorda le invitó a un vodka. Gradchencko rehusó con la mano enguantada. Luego le preguntó por señas si sabía dónde podría encontrarse Irina y la anciana le señaló la habitación del fondo. Allí, en la penumbra, recostada sobre un camastro de paja, descansaba una mujer. Al acostumbrarse a la oscuridad, la mirada de Gradchenko descubrió la máscara sobre el rostro. No supo que decir.
-Irina…
Por toda respuesta recibió una carcajada.
-Para los antiguos –repitió ella incorporándose-, la unidad se establecía entre el personaje y la máscara.
-Irina, quiero que vengas conmigo…
-¿Quién es Irina? Yo soy la Muerte.
-Vamos, Irina, desvarías, te vas a venir conmigo, tengo grandes planes para ti. Venga, quítate eso de una vez. Y entonces Gradchenko trató de retirar la máscara cadavérica, pero no pudo, y aborreciéndose a sí mismo por haber sugerido una idea tan peregrina, por haber conducido a aquella magnífica actriz hasta los extremos de la locura, lo intentó de nuevo con todas sus fuerzas, desencajando la parte más externa hasta conseguir desplazarla por un extremo, vislumbrando con sorpresa, mientras se zafaba de las trompadas y arañazos de la desquiciada Irina, un espacio vacío al otro lado.

FIN

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